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Radiografía (y solución) de la ciencia precaria

Científicos en una protesta en defensa de la ciencia española

Felipe Criado-Boado

Arqueólogo, profesor de investigación del CSIC, director del Instituto de Ciencias del Patrimonio (Incipit) del CSIC —

Formarse como investigador o profesor de universidad no es fácil. Implica un camino largo, teóricamente hacia la excelencia, pero habitualmente hacia una precariedad lastimosa. Una vez se obtiene el doctorado (mediante una tesis doctoral que dura cuatro o más años), se inicia una carrera posdoctoral que, en teoría, facilitará la estabilización en una universidad, empresa innovadora u organismo público de investigación. Una carrera competitiva requiere sucesivamente un periodo de experiencia en el extranjero (2/3 años), un contrato junior en un equipo de investigación (otros 2/3 años), y a continuación otro senior de mayor duración. Eso son cinco años más en los que el doctor muestra su capacidad para dirigir investigación y conseguir proyectos innovadores por sí mismo. Este tramo corresponde en España al contrato Ramón y Cajal. Catalunya y Euskadi tienen modalidades muy atractivas de contratación de investigadores posdoctorales, pero en realidad no están concebidas como un tramo de la carrera posdoctoral, sino como un medio propio de captar investigadores excelentes, una política que ha dado grandes réditos a sus sistemas de ciencia.

El problema es que esta carrera ideal, dominada por la alta movilidad entre centros de investigación prestigiosos y la competitividad para demostrar quién es más capaz, ha sido pervertida por los sistemas de gestión de recursos humanos propios del neoliberalismo. Hay que decirlo con estas palabras porque cualquier otra fórmula es rehuir el problema político importante. La excelencia y la movilidad, en principio buenas para ampliar la experiencia y el networking, se han transformado en el trampantojo de la precariedad.

El sistema actual ha generado, en todo el mundo, una dinámica en la que a los mejores doctores se les contrata por periodos de 2 o 3 años para colaborar en los proyectos de investigadores consolidados, alternando con periodos sin contratos en los que los doctores precarios se autoexplotan para reforzar un currículo que les permita acceder a un nuevo contrato más tarde. Además tienen que estar dispuestos a saltar de ciudad en ciudad, de país en país. Todo asomo de vida familiar y de bienestar personal, es un lujo.

La situación se agrava con la concurrencia de otros factores. El bajo porcentaje de éxito de las diferentes convocatorias posdoctorales (habitualmente un 10%), plantea el problema práctico de cómo elegir realmente a los mejores y el moral de cómo aceptar un sistema como justo si dos de cada tres que lo merecen quedan descarriados. Las diferentes convocatorias no conforman un sistema orgánico que ofrezca referencias claras para competir y una perspectiva fiable de recompensas. Encima esta desorganización se multiplica en España por la falta de coordinación entre Autonomías y Gobierno Central, y la ausencia de voluntad para alcanzarla. Para colmo hay una desconexión real entre la carrera posdoctoral y el acceso a las plazas universitarias de nivel inicial (ayudante doctor), que son las que al final determinan quién hace carrera universitaria porque otorgan la experiencia docente que se exige para estabilizarse como profesor.

El signo de los nuevos tiempos impone como alternativa la “uberización” del mercado laboral, también en la investigación. Lo que sería una carrera aceptable de diez años, se transforma en veinte o más, inmersos en un ambiente inseguro y sin expectativas, encadenando bajos sueldos y paro. Esto no es exigencia, es inhumano. Provoca en la plantilla posdoctoral cuadros personales dramáticos y agudas patologías psicológicas cada vez más frecuentes (1). Pero además es nefasto para el sistema de ciencia. La competitividad extrema disuelve la solidaridad interpersonal y el contrato social y compromiso entre los trabajadores y sus instituciones. La posibilidad de realizar una carrera reflexiva en la que los “jóvenes” doctores labren su propia personalidad, es sustituida a menudo por su función instrumental como técnicos hiperespecializados. La “uberización” desmantela el viejo ideal de que el bien público necesita mentes brillantes, estables para avanzar en el conocimiento y autónomas para decir al poder lo que es incómodo (razón original del establecimiento en las administraciones modernas del servicio público vitalicio). Lo que evita que la situación llegue a ser dramática, es la pasión por la investigación, la voluntad a pesar de todo, la disposición para el esfuerzo e incluso el sacrificio, que al final todas las vocaciones científicas tienen. Pero esto no es suficiente.

La solución es conocida. Lo que hace falta es un esquema de carrera posdoctoral compartido entre las Autonomías y el Estado, que permita estabilizar a un porcentaje suficiente de los mejores currículos reduciendo la precariedad, incorporando talento a cada territorio, y consolidando un mejor sistema de ciencia para construir el bienestar de nuestras sociedades. Lo que la ciencia y las universidades españolas necesitan es un sistema ordenado de encadenamiento de contratos posdoctorales previa evaluación, con una perspectiva razonable de éxito que establezca niveles de exigencia que permitan seleccionar los mejores currículos, y que abra la puerta a la estabilización. Lo que un sistema de ciencia armonizado necesita es que la evaluación de esa carrera sea justa, ajena a toda tentación endogámica y corporativa, capaz de reconocer no sólo la excelencia en el desempeño anterior, sino la potencialidad futura de los candidatos, y con una dotación de plazas estables suficiente para asegurar el nivel de la ciencia española. Y lo que la sociedad necesita es cubrir con personal formado y capaz, autónomo y reflexivo, las plazas que la investigación y la universidad requieren. Eso es lo que se llama en los ambientes de ciencia “tenure track” y debería ser el sistema para garantizar el acceso al funcionariado o a contratos fijos de personal científico y universitario. La política actual del CSIC oferta plazas fijas a los doctores Ramón y Cajal o que tienen una Starting Grant del European Research Council (ERC); algunas universidades también lo hacen. Es un gran paso, pero es sólo la solución concreta de un organismo para paliar la falta de un tenure track estatal.

En las universidades españolas se van a jubilar en los próximos cinco años 12000 profesores, 35000 en los próximos doce años. La caída de la matrícula universitaria, y la creación de una economía basada en el conocimiento, requieren que un gran porcentaje, sino la totalidad, de esas personas sean sustituidas por buenos profesionales de la investigación (2). Del modo cómo se resuelva esa sustitución, depende no sólo el futuro de las propias universidades sino de nuestras sociedades, de nuestros hijos e hijas. Exigir esto por parte de los que estamos consolidados es, además, una obligación de “solidaridad intergeneracional”.

Nota (1). Este es un tema del que, afortunadamente, se habla cada vez más. Javier López Alos, en su 'Crítica de la razón precaria', analiza a fondo la situación de este colectivo.

Nota (2). El debate de este verano sobre las deficiencias del actual sistema de acreditación para ser profesor universitario a través de la ANECA (link), debería de ponerse en este contexto. El equilibrio entre la función docente e investigadora del profesorado es un tema distinto. Al margen de él, es una sinrazón que la política de provisión de plazas universitarias no esté orgánicamente relacionada con la política de formación posdoctoral.

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