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Retorno al pasado

General de brigada retirado y analista de la Fundación Alternativas
EFE/EPA/STRINGER

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Afganistán es un país maltratado por la historia, un mosaico complicado en el que conviven siete etnias principales, que hablan cuatro idiomas y hasta 30 lenguas menores, y profesan al menos cinco religiones, aunque la rama suní del islam es la mayoritaria. Casi todas las etnias minoritarias no son exclusivas del país sino compartidas con los países vecinos: tayikos, uzbecos, turkmenos, en ocasiones enfrentadas entre sí, lo que ha facilitado en el pasado la  creación de poderes regionales cuasi independientes, que en la época contemporánea han dado lugar a los denominados señores de la guerra, auténticos señores feudales en sus dominios, que han dificultado enormemente la gobernación del país. 

Es además una encrucijada, con una geografía tortuosa, entre el subcontinente indio y Asia central, y por tanto con un gran valor estratégico. En el siglo XIX fue el terreno del llamado “gran juego” entre la Rusia zarista y el imperio británico cuyo objetivo era marcar los límites de este último en Asia. Los británicos nunca consiguieron dominar completamente el país – a pesar de tres guerras con resultados diversos- pero sí lograron dividir artificialmente el territorio de la etnia afgana mayoritaria, la pastún, mediante la llamada línea Durand (1893) que señalaba la frontera de Afganistán, primero con la India británica, y, después de la partición de ésta, con Pakistán, donde los pastunes viven en las llamadas Áreas Tribales bajo Administración Federal (FATA por sus siglas en inglés), ahora integradas en la provincia de Jaiber Pastunjuá. Esa división arbitraria es fundamental para entender lo que pasa actualmente en Afganistán, porque involucra directamente a Pakistán en el tablero afgano. El movimiento talibán nació en las FATA, promovido por el servicio de inteligencia interejércitos paquistaní (ISI por sus siglas en inglés) para obtener y mantener el control del país afgano bajo la influencia de Pakistán.

Con la llegada al poder en Afganistán del Partido Democrático Popular, de carácter marxista, en abril de 1978, la CIA estadounidense comenzó a organizar y potenciar a los muyahidines, guerrilleros yihadistas  que ya operaban desde Pakistán, con el apoyo también de Arabia Saudí y los Emiratos, para oponerse al gobierno de Kabul. Desde la intervención de la Unión Soviética, que se produjo a finales de 1979, estas actividades recibieron un apoyo masivo, tanto en términos económicos como de armamento y equipos militares, con objeto de debilitar en todo lo posible a la Unión Soviética, que hubo de abandonar el país en 1989. Hasta 35.000 yihadistas lucharon en Afganistán contra los soviéticos, pagados con dinero árabe y de EEUU, que llegó a proporcionarles misiles antiaéreos Stinger. Uno de esos combatientes se llamaba Osama bin Laden.

En 1992 los muyahidines entraron en Kabul poniendo fin al gobierno marxista, pero el país se convirtió en un puzle ingobernable, porque las distintas fracciones estaban enfrentadas entre sí y los señores de la guerra tenían sus propios miniestados prácticamente independientes, hasta que en 1996 el movimiento talibán, promovido como hemos dicho por Pakistán y dirigido por el mulá Omar, que recogía a muchos de los antiguos combatientes, logró el control de casi todo el país, excepto de una parte que se mantuvo independiente bajo la autoridad de Ahmad Masud al frente de la llamada Alianza del Norte. 

Al Qaeda nació de estos muyahidines que combatieron a la Unión Soviética en Afganistán, pero después – de acuerdo con su ideología yihadista -se volvió contra quien les había apoyado y atacó a EEUU con los atentados del 11 de septiembre de 2001. El gobierno norteamericano tenía que hacer algo deprisa para enfrentar el shock nacional de haber sido atacado en su territorio por primera vez en su historia, y después de un ultimátum a Afganistán para que entregara a bin Laden, que el gobierno de Kabul no aceptó sin condiciones, atacó el Afganistán de los talibanes, con el apoyo de la Alianza del Norte, y del Reino Unido y Canadá, seguidos después por muchos otros países. Antes de terminar el año, los talibanes habían sido derrotados y expulsados en su mayor parte del país, aunque se mantuvieron núcleos de resistencia que se irían consolidando y reforzando, dominado cada vez más territorio, hasta lograr la reconquista que culmina ahora, veinte años después.

El movimiento talibán, fundado en las escuelas coránicas del norte de Pakistán, es una corriente yihadista extremista, basada en el wahabismo saudí, que pretende imponer la ley islámica o sharía en la sociedad afgana, de una forma radical y cruel. Esto es un drama para la población que desea libertad, aun siendo musulmanes, o peor aun para los que no lo son,  y sobre todo para las mujeres y las niñas, sometidas y privadas de todo derecho, incluso de educación. No obstante, esto podría no ser un problema para EEUU o Europa, que han aceptado durante muchos años sin rechistar una situación similar en Arabia Saudí y los Emiratos, por ejemplo, y que tampoco han tenido nunca muchas esperanzas de lograr un cambio sustancial en la sociedad afgana a pesar de las ingentes cantidades de dinero invertidas. La cuestión realmente inaceptable para Washington era el apoyo de los talibanes al terrorismo internacional, y en particular a Al Qaeda, es decir lo que pudiera constituir un peligro para su seguridad o la de sus aliados. 

Por eso en febrero de 2020 la administración Trump firmó en Doha un acuerdo con los talibanes, por el que se comprometían a retirar todas sus tropas antes de mayo de 2021, a cambio de la seguridad de que los talibanes impedirían el uso del territorio afgano a cualquier grupo o individuo que atentara contra EEUU y sus aliados, y la aplicación de un alto el fuego total que debería servir para iniciar conversaciones políticas intra-afganas que permitieran un acuerdo político. Una buena idea si se hubiera promovido cuando los talibanes eran débiles, pero tardía cuando ya se sentían fuertes para volver a dominar Afganistán. Cuando el presidente Biden anunció que la retirada se produciría definitivamente antes del 11 de septiembre, los talibanes, en lugar de las conversaciones prometidas, iniciaron una ofensiva general para recuperar el control de todo el país, con el resultado conocido. 

El impresionante avance talibán, que se ha hecho con el control del país en menos de dos semanas, sin apenas combatir, solo puede explicarse desde la debilidad de un régimen artificial y títere, sostenido exclusivamente por la intervención militar internacional y por el dinero que fluía de las potencias extranjeras y engrasaba los mecanismos corruptos del gobierno de Kabul y de los señores de la guerra en las regiones. Los talibanes tienen una fuerte motivación política y religiosa, la misma que les condujo al poder en 1996, y cuentan además con el apoyo mayoritario de la etnia pastún, a la que pertenece el 40% de los afganos. Ante su determinación, las fuerzas armadas afganas, entrenadas por EEUU, pero sin ninguna cohesión política, étnica o ideológica, y con cierta conciencia de estar sirviendo a intereses extranjeros, perdieron la mínima esperanza en una victoria cuando supieron de la salida inminente de las fuerzas internacionales y se han derrumbado prácticamente sin resistencia.

Afganistán vuelve, pues, a la situación de hace 20 años. Cerca de un billón (europeo) de dólares ha sido gastado en este período, de los cuales unos 150.000 millones en labores de reconstrucción, más de la mitad de ellos en la formación de las fuerzas de seguridad afganas, incluido el Ejército Nacional Afgano, que ya vemos para lo que ha servido. Ha habido más de 3.500 muertos en los contingentes internacionales – entre ellos 100 españoles -, y más de 64.000 en las fuerzas de seguridad afganas. Y todo eso, ¿para qué? No se logró reconstruir el país ni estabilizarlo a pesar del sacrificio de tantas personas, ni se logró acabar con la corrupción que mina al país, ni se logró un Gobierno aceptable para todos. ¿Había realmente un plan cuando se decidió atacar Afganistán, se sabía qué futuro era deseable y posible? O, como pasó en Irak y en Libia, solo se pretendía destruir lo que había sin saber qué iba a pasar el día después (que en estos casos se convierte en el año o la década después), ni qué medios se utilizarían, ni qué posibilidades había de construir una alternativa viable y segura. El error estratégico de no considerar cuál es el estado final de la situación que se desea conseguir y cómo se va a llegar a obtenerlo, cuesta muchas vidas y muchos recursos para no lograr nada.

¿Habrán aprendido algo los talibanes de su experiencia, de modo que no repitan los mismos errores? Parece que su intención declarada no pasa por la venganza, aunque ciertos hechos recientes desmienten tan buenas intenciones, y muchos afganos - que tratan desesperadamente de huir - no les creen. Sí puede ser probable que se abstengan de apoyar en el futuro a organizaciones del terrorismo internacional, ante la amenaza de que se repita el ataque de que fueron objeto. Habrá que verlo.

Lo que está claro, en todo caso, es su intención de reimplantar la sharía en el país, en su versión más dura, que afectará principalmente a la población occidentalizada de las ciudades, y sobre todo a las mujeres que han conseguido durante estos últimos años acceder a una vida libre y plena, porque en el mundo rural, en particular en las zonas habitadas por los pastunes, que siempre se han regido por su propio código, el Pashtunwali, que ya es bastante primitivo, lo notarán mucho menos.

La discriminación de las mujeres y las niñas que imponen los talibanes, que no es muy diferente de la que existe en la sociedad pastún, es de una brutalidad insoportable desde nuestra visión occidental del siglo XXI (porque también existió en Europa hace siglos), y no puede ser tolerada. Pero no se va a arreglar con un marine de Oklahoma blandiendo su fusil en cada vivienda afgana. Entre otras cosas, porque el marine antes o después querrá volver a Oklahoma. Y la familia de la niña afgana seguirá allí, con sus creencias y sus tradiciones. El único camino es promover la aceleración del cambio social, que de todas formas se producirá probablemente de una forma más lenta de lo deseable. Para eso existen estímulos positivos y negativos. Entre los primeros, las ayudas económicas condicionadas, las inversiones en educación igualitaria,  la difusión cultural y mediática… Entre los segundos, la presión política y económica, incluso la amenaza de una nueva intervención en contra del gobierno si no respeta los mínimos derechos humanos. 

Pero seamos realistas: hasta que en los hogares afganos, especialmente en los rurales,  no se asuma que las mujeres y los hombres tienen los mismos derechos, hasta que no cambie la mentalidad de la población, ningún contingente armado va a cambiar las cosas. Hoy, muchas familias afganas siguen casando a sus hijas menores de 16 años, sin su consentimiento, con hombres adultos. Si esto no ha cambiado en 20 años de ocupación militar, difícilmente cambiaría en otros 20. Solo la cultura puede salvarlas.

El momento es dramático, sin duda, tanto para ellas como para la mayoría de los afganos. Ahora solo cabe convencer a los talibanes de que si quieren mantenerse en el poder no pueden en ningún caso apoyar ni por acción ni por omisión a ningún movimiento o actividad terrorista internacional, y deben respetar un nivel mínimo de derechos humanos, so pena de volver a ser desalojados violentamente del gobierno de su país. Y a continuación ponerse a trabajar con todos los medios políticos, diplomáticos, mediáticos y económicos posibles, para buscar acomodo a los refugiados, proteger a todos los que no comparten la ideología talibán y en particular para garantizar dentro de lo posible a las mujeres y las niñas una vida digna y libre. Nuestra decencia nos lo pide y nuestra responsabilidad nos lo exige.

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