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Trump en el Capitolio

Mike Pence y Nancy Pelosi presiden la sesión conjunta en el Capitolio

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El 9 de agosto de 1974 el presidente Richard Nixon - ante el más que previsible triunfo del “Impeachment” - anuncia su dimisión en una comparecencia en la Casa Blanca y cede el testigo a su vicepresidente, Gerald Ford. El escándalo del espionaje del Watergate - desvelado por una ardua investigación de “The Washington Post” - había colocado sin opciones al líder republicano y tanto en el Senado como en la Cámara de Representantes existían ya las mayorías (2/3 en el Senado y mayoría simple en el Congreso) para aprobar la destitución del presidente de EEUU. Un dato histórico menos conocido es que Nixon, a pocos días de dejar la Presidencia, llamó a uno de sus últimos senadores leales, el californiano Alan Cranston, y le espetó: “Aún podría apretar un botón y acabar con millones de personas”. Esa misma noche, su secretario de Estado, Henry Kissinger, y su secretario de Defensa, James Schlesinger, informados de la conversación telefónica por el horrorizado senador y por los servicios de inteligencia, acordaron retirar al presidente Nixon el control de los códigos nucleares. La resolución - por obvias razones de seguridad nacional - fue tomada en el más estricto secreto y se dieron instrucciones a la Junta de Jefes de Estado Mayor de que cualquier orden del presidente sobre el lanzamiento de misiles nucleares debería ser refrendada - como mínimo - por el secretario de Estado o el de Defensa. La decisión fue probablemente acertada, pero tras su revelación en la década de los 90 han sido múltiples los juristas que han señalado la evidente ilegalidad del procedimiento. 

Los sucesos en el Capitolio el día de Reyes de 2021 ya han entrado en los libros de historia. No existen precedentes en los mas de doscientos años de democracia en EEUU de un asalto a la sede de la soberanía nacional con el propósito declarado - y alcanzado por unas horas - de impedir la certificación del resultado de las elecciones presidenciales. La gravedad de los hechos - además de las cuatro víctimas mortales y el medio centenar de heridos - han provocado un impacto emocional sin precedentes en EEUU. La ciudadanía asistió atónita a la que el presidente electo Joe Biden definió como una “insurrección, no una protesta”. Esta vez hasta el líder de la minoría republicana en el Senado - el hasta ayer incondicional trumpista Mitch McConnell - se ha sumado calificando lo acaecido de “Insurreción fallida” y “acto criminal”. Sin embargo, a pesar de su espectacularidad, la toma del Capitolio - ya existían los precedentes de las ocupaciones de varias sedes legislativas estatales - no debería sorprender a nadie en el interior ni el exterior de EEUU. La conclusión lógica del heterogéneo movimiento trumpista - una amalgama de populismo, nacionalismo y extremismo de derechas - era su radicalización y enfrentamiento directo al sistema democrático cuando este ya no le fuese útil para sus propósitos. Tanto el candidato Donald J. Trump en 2016 como el ya presidente en 2020 advirtió de que no aceptaría ni reconocería ningún resultado que no fuese su propia victoria. 

El Senado y el Congreso finalmente han podido certificar la victoria electoral del candidato demócrata. De hecho, la violencia desatada en el Capitolio ha mermado los apoyos trumpistas: de 15 senadores que anunciaron que objetarían los resultados solo siete - entre ellos el inefable Ted Cruz, presidenciable para 2024 en todas las quinielas - se atrevieron a dar el paso de cuestionar el veredicto electoral. Presionado por la oleada de indignación nacional - el ex presidente republicano George W. Bush y los ex presidentes demócratas Barack Obama y Bill Clinton lideran el rechazo al asalto al Capitolio - la Casa Blanca ha emitido un breve comunicado comprometiéndose a una “transición ordenada”. Sin embargo, a estas alturas nadie cree ya en la palabra del presidente Trump. El temor creciente entre las élites - esta vez tanto demócratas como republicanas - es que Donald J. Trump ante la perspectiva de acabar procesado - y condenado - tras su salida de la Casa Blanca decida tomar decisiones irreparables. La tesis más alarmante a esta hora en EEUU no es novedosa - fue discutida en una reunión en el despacho oval en diciembre - : una operación militar de alto alcance contra uno de los países del Eje del Mal ( Irán y Corea del Norte tienen todas las papeletas) con la que la Casa Blanca podría justificar la postergación de la ceremonia de toma presidencial del 20 de enero.

Ante esta posibilidad, el “estado profundo” - como los seguidores conspiranoicos de QAnon lo definirían - se ha activado. La administración demócrata entrante y la cúpula del Partido Republicano no están dispuestos a entrar en guerra con una potencia extranjera - nuclear en el caso de Corea del Norte - en medio de la mayor crisis institucional en la democracia estadounidense. En Washington ya se habla abiertamente de un “impeachment express” que aparte al presidente saliente de su cargo. Otra opción sobre la mesa - un grupo de legisladores demócratas ya la ha solicitado - es la aplicación de la enmienda 25º de la Constitución de EEUU que posibilita declarar “incapacitado” para el cargo al presidente. Debería ser impulsada por el vicepresidente Mike Pence - calificado de “cobarde” por Trump por participar en la sesión de certificación de resultados - y una mayoría de miembros del Gabinete. Las escasas dos semanas en el cargo - con el poder omnímodo de la Presidencia - que aún le restan a este presidente son un riesgo demasiado alto para la democracia estadounidense. Es evidente que las instituciones en EEUU actuarán en las próximas horas. La única duda es si lo harán de forma pública mediante un “impeachment express” o la enmienda 25 o bien de forma más discreta limitando en la práctica - como en 1974 con el presidente Nixon - los actuales poderes del (todavía) inquilino de la Casa Blanca.

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