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Las abuelas son para el verano

La mano de Mixín, por Clara Piazuelo CC BY SA

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Todos los años por estas fechas envidio a mi amiga Clara. Pasa siempre el mes de agosto cerca del Delta del Ebro, en la casa donde nació su abuela Mixín. Mixín está viviendo lo suficiente para que ambas puedan disfrutarse hasta edades insospechadas para ser abuela y nieta: casi centenaria la una, cuarentañera la otra. La casa de Mixín me recuerda al Huerto, la casa-corazón en torno a la cual se desarrolla la novela Los nombres propios de Marta Jiménez Serrano, una ópera prima luminosa y punzante, editada este año por Sexto Piso. Como mis abuelas se fueron demasiado pronto, tengo que recrearme con las abuelas de mis amigas. O las literarias. 

Anuncia, la lúcida abuela de la protagonista de Los nombres propios, entra directa al panteón de abuelas indelebles surgidas en obras recientes: María Solo, la abuela feriante e indómita de Ana Iris Simón en Feria, la abuela-árbol de María Sánchez en Tierra de mujeres, la abuela gamberra y mejor amiga de Marina en Vozdevieja o las abuelas santeras y deslenguadas de Isora y Shit en Panza de burro. Este abanico de abuelas es diverso, claro. Nada tiene que ver la abuela que te acoge unas semanas voluntariamente en su piscina a la que te cuida de manera obligada todo el verano encarnando el daño colateral por excelencia de la distopía de la conciliación patria. No hay cuerpos con más encarnadura de clase y género que los cuerpos de las abuelas. 

Clara también escribió una primera novela. Titulada El año del caballo (Ediciones en el mar), es otra ópera prima preciosa y amenazante donde se puede seguir también el rastro de su abuela en el paisaje. Y es que las abuelas pueden ser lo mejor del mundo. También lo más temible, por su clarividencia. Nos ven al trasluz. Desinhibidas en su honestidad. Tantas autoras jóvenes dialogando de tú a tú con generaciones previas a las de sus madres me lleva a pensar que necesitamos referentes previos al “milagro español”, a la época de los expertos. Necesitamos abuelas, propias o prestadas. 

Yo, por ejemplo, durante mis puerperios me acuerdo mucho de mis abuelas ausentes: Teresa, la materna, porque fue madre tardía como yo, y Antonia, la paterna, porque pese a todas las dificultades, se convirtió en la nodriza de su barrio cuando la lactancia exclusiva no era sospechosa, entre otras cosas porque había poco más que echar a la boca. Me pregunto ahora cómo fueron sus partos. Qué no daría yo por escuchar sus relatos (los relatos de parto y lactancia son los documentos más recónditos de los archivos familiares). Cómo las echo de menos. Las abuelas: chamanas de la memoria, hacedoras de una gramática y ética parda pre tecnológica y pre neoliberal. Brutas como un arado, brillantes en su amorosa crueldad. Refugio tan incondicional como las buenas novelas. No se olviden de disfrutar de ellas este verano. 

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