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Ahora es el PSOE el que se indigna porque un juez ha tocado a uno de los suyos

La exministra Magdalena Alvárez. \ EFE

Carlos Elordi

La petición de una fianza de más de 24 millones a la exconsejera andaluza Magdalena Álvarez ha abierto un nuevo capítulo de la esperpéntica relación entre política y justicia en España. Con ingredientes idénticos a los de los muchos que le han precedido, fueran los acusados del PP o del PSOE, como ocurre en este caso. Y los mismos que se rasgan las vestiduras por la corrupción en la política y prometen, o piden, medidas tajantes para acabar con ella han salido en tromba a defender la inocencia de su compañera, o amiga, y a acusar a la jueza que la ha inculpado, la magistrada Mercedes Alaya, de las peores aberraciones jurídicas.

En el debate de estos últimos días al respecto se han oído a bienpensantes que advierten, de una u otra forma, que la osadía acusatoria de algunos de nuestros jueces puede acabar con el sistema democrático. Que no puede ser que la familia real, los partidos, los sindicatos y los empresarios y otros pilares de nuestro sistema institucional estén el punto de mira de los magistrados y puedan terminar, uno detrás de otro, condenados si alguien no lo remedia.

Y se han quedado tan tranquilos confirmando algo que ya se sabía de hace tiempo: que en los ambientes del establishment no es la corrupción lo que más preocupa sino que algún poderoso implicado en esos tráficos pueda pagar por ella. Y si para impedirlo hay que hundir la carrera de un magistrado antes de que concluya su procedimiento y sea demasiado tarde, a algunos no les temblará la mano para contribuir a ello: lo que le ocurrió al juez Garzón es un precedente que a más de uno no le importaría que se repitiera.

Evitando, si es posible, llegar a tales extremos. Y salvando las distancias, eso sí. Aunque en el fondo de querellas como la de estos días y de las muchas idénticas, aunque con actores distintos, que la han precedido, no hay distancias: si la independencia del poder judicial, la de los jueces en su ejercicio jurisdiccional, es una de las bases fundamentales de nuestro entramado democrático, atentar contra ella -y eso es lo que, de nuevo, se está intentando hacer- constituye una afrenta directa contra el sistema.

Tan grave o más que la corrupción misma. Porque si se maniata a los jueces, o, simplemente, se les coacciona para que limiten al máximo sus iniciativas, disuadiendo hasta a los valientes de asumir riesgo alguno, ¿quién va a proteger a los ciudadanos, al Estado, de la corrupción y de los corruptos? Y eso cuando de lo que se trata, además de que el castigo reglado por las leyes caiga sobre los que han delinquido, y les han pillado, es de luchar con la corrupción. No con la pasada, y que ahora sale a luz, sino con la que está en acto, cada día y sin pausa.

Habrá que esperar un tiempo para confirmarlo con datos, pero a la espera de nuevas revelaciones, cabe suponer que la corrupción sigue siendo la misma –en el fondo y en la forma- de siempre. Tal vez algo menor en su cuantía por culpa del estallido de la burbuja inmobiliaria, pero presente en todos los estratos de la vida política institucional. Tal vez más afinada en sus métodos, pero igualmente decisiva a la hora del funcionamiento corriente del sistema.

Porque, ¿qué cambios sustanciales se han propiciado en los mecanismos de contratación del estado que eviten que las “comisiones”, como ha ocurrido hasta ahora, sean el argumento final que decanta a quién se hace una concesión, con quién se firma un contrato? ¿Qué ha cambiado en el funcionamiento de los partidos y en su manera de obtener votos que les disuada de obtener cualquier tipo de financiación para pagar sus irracionalmente costosas campañas electorales? ¿Qué métodos han sustituido a los del amiguismo y el del “sobre” en las relaciones entre los privados y los representantes del poder público? ¿Qué castigos ejemplares han servido de escarmiento y disuasión? ¿Por qué va a dejar de haber corrupción si quienes la practican o la toleran salen, al final, de rositas?

Por eso, por algunos indicios y ante falta de pruebas contundentes de lo contrario, cabe sospechar que la corrupción política sigue campando a sus anchas. Cuando menos esa es la impresión que difunden no pocos influyentes medios de comunicación extranjeros, en los que ya desde hace un tiempo se ha instalado la sensación de que España, detalles aparte –y la Mafia siciliana y la Camorra napolitana no son pequeños- es un país prácticamente tan corrupto como Italia. Un reciente sondeo de la UE entre ciudadanos europeos así lo confirmaba. Y los españoles consultados en esa encuesta lo ratificaban rotundamente. Aquí, la gente, la calle, no tiene dudas al respecto.

Pero lo que preocupa a nuestro establishment, al de derechas o al que se considera de izquierdas, es que un magistrado no golpee a uno de los suyos. Sí, es un escándalo que la jueza Alaya haya puesto una fianza de más de 24 millones a la exconsejera andaluza –“sorprendente”, dice el PSOE, que se ha apresurado a pedir que Magdalena Álvarez no abandone la vicepresidencia del Banco Europeo de Inversiones. Pero un escándalo mucho mayor, sin comparación, es el de los ERE ilegales y el de los muchos chanchullos vinculados al mismo.

No hace falta mucha preparación jurídica para deducir que un montaje como ese necesitaba de una u otra forma de beneplácito por parte de las altas instancias del poder para que pudiera funcionar durante tanto tiempo y con las dimensiones que alcanzó. Como el de los falsos cursos de formación, o Gürtel y unos cuantos más. Pero cuando un juez se atreve a poner nombre al responsable político de tales desaguisados, el poder se lanza contra él. Sin esperar a que se diluciden, mediante los procedimientos reglados, los eventuales errores o excesos de ese magistrado, que eso también es necesario para la credibilidad del sistema. Lo malo es que todo indica que, al final, el establishment terminará ganando. Porque por mucho que crezca el rechazo de los ciudadanos a ese compadreo, no parece que éste sea el momento de los jueces.

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