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¿Alguien se creyó lo de la moralización de la vida pública?

El ministro de Exteriores Josep Borrell en un encuentro internacional sobre Patrimonio para el Desarrollo.

Carlos Elordi

La previsión del Gobierno, expresada sin recato por alguno de sus corifeos mediáticos, es que de la multa a Borrell se deje de hablar dentro de pocos días. Y eso es lo más probable. Sí, el episodio quedará inscrito indeleblemente en el currículo del ministro. Pero se sumará a la lista, ya insoportablemente larga, de trasgresiones de la moral pública que no tienen trascendencia política alguna. Declarando su “apoyo total” al ministro, Pedro Sánchez ha traicionado los compromisos de regeneración que hizo hace seis meses y aunque la gravedad del asunto es mucho menor se ha comportado como lo hace el PP con sus casos de corrupción: mirando para otro.

En una democracia idílica, y en algunas con nombre y apellido también, Borrell no habría aceptado el cargo de ministro sabiendo que tenía pendiente una sanción por algo que a algunos les parecerá una tontería, pero que no deja de tener su miga. Vender acciones de Abengoa dos días antes de que se hundieran en el mercado sabiendo que eso iba a ocurrir porque él formaba parte de la dirección de la compañía no solo viola las normas. De ahí la multa. Es también un comportamiento indigno que convierte al titular de exteriores en una persona de la que la ciudadanía no puede fiarse. Porque esa disponibilidad para la trampa podría volver a aparecer en situaciones de mucho mayor calado que la venta de acciones por valor de 10.000 euros.

En un escenario como el que el asunto ha creado no se trata de pedir dimisiones, de ser justiciero para quedar bien con la audiencia. Quien habría de haber tomado la iniciativa y salir de la foto era el propio Borrell, como acertadamente señaló Pablo Iglesias. Pero él y Pedro Sánchez debieron convenir que eso no les convenía políticamente. Y santas pascuas. Aquí no ha ocurrido nada. Pasemos a otras cosas.

Y así estamos. Con una exministra de sanidad que celebra como un triunfo que la justicia haya decidido no procesarla por obtener irregularmente un master en la Universidad Rey Juan Carlos. Y sus correligionarios aplaudiendo. Como si los hechos que llevaron a su dimisión nunca se hubieran producido.

¿En qué se diferencia sustancialmente esa actitud, la suya y la de los que le aplauden, de la que adoptó Pablo Casado el día que supo que los tribunales no le iban a procesar por sus irregularidades académicas y sus ocultaciones al respecto?

En esos episodios, y en otros muchos más, se confirma que las normas de comportamiento de los políticos siguen pautas que nada tienen que ver con las que rigen en el resto de la sociedad. En el mundo cerrado que es la política el criterio determinante es la relación de fuerzas. Salvo casos extremos de incumplimiento flagrante de las leyes, y a veces ni siquiera en esos, lo que preside las decisiones ante situaciones conflictivas de ese tipo es si los adversarios van a ser capaces de utilizarlas para doblar el espinazo a su rival y, lo que es lo mismo pero al revés, si se tiene la fuerza necesaria para superar la tormenta que viene por intensa que esta vaya a ser. El manejo de las influencias que se tienen en los medios de comunicación es un elemento crucial en la gestión de esas situaciones. Por ambas partes. Y los entendimientos con otros partidos para que refuercen una u otra postura también

Cualquier otro criterio no cuenta en esa dialéctica. Es el juego del poder. En el que no tienen sitio más que los que lo tienen asignado con antelación. Antes, cuando la movilización social tenía un papel en la dinámica política, lo que algunos llamaban “las masas” podían invitarse por su cuenta y hasta alterar significativamente el rumbo del poder. El sucedáneo actual de esa influencia es el voto. ¿Pero cuántos se acordarán del asunto Borrell o de las trampas de Pablo Casado cuando les toque meter su papeleta en una urna? Los habrá, pero no serán muchos. Y eso, además, no es la democracia.

Pero es lo que tenemos. Y así va a seguir. Desde luego no parece que Pedro Sánchez vaya a cambiarlo sustancialmente, decepcionando a quienes creían que había llegado para hacerlo. Está demasiado apretado por las limitaciones que se dificultan su gestión como para meterse en el berenjenal de la moralización de la vida pública. Que, en primer lugar, hasta podría reventar la aparente estabilidad interna del PSOE si caminara en esa dirección. Nadie ahí dentro quiere ser un chivo expiatorio.

Y en este terreno de Pablo Casado es casi mejor ni hablar. Su fuga hacia delante le lleva hacia la xenofobia –vuelve a estar clara la mano de Aznar– y no le permite entretenerse con otras menudencias. Por eso el PP ha archivado el asunto del mensaje de Ignacio Cosidó a sus parlamentarios, tranquilizándoles en el sentido de que el Tribunal Supremo seguía controlado. Aunque eso comprometa gravemente la imagen de independencia que pretende tener el juez Manuel Marchena y ponga aún más en cuestión la supuesta imparcialidad del tribunal que va a juzgar a los independentistas catalanes.

Y el PP calla también sobre las grabaciones del excomisario Villarejo. Que por muy manipuladas que puedan estar no dejan de describir a la anterior cúpula del partido como una guarida de delincuentes sin escrúpulos. Casado ha dicho que él no tiene nada que ver con eso. Pero, ¿cómo creerle si era ya un dirigente destacado del partido cuando se producían esos hechos?

Ciudadanos y Unidos Podemos esperan obtener ventajas electorales de unos y otros comportamientos. Pero no parece que el eventual ascenso de esos partidos vaya a tener la dimensión necesaria para propiciar un cambio sustancial en los modos de la política española. Al menos por ahora. O sea, que habrá que aguantar.

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