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‘Andó’ y el doloroso camino a la regularidad

Andrés

Elena Álvarez Mellado

Hace unos días, un atribulado padre compartía por Twitter la extrañeza que le generaba a su hijo de seis años la conjugación irregular del verbo “andar” cuando va en pasado:

Ante la invocación del padre menesteroso, el sufrido equipo de redes sociales de la RAE respondía con ingenio:

Esta no es ni de lejos la primera vez que la Academia sale a recordar que, supuestamente, la forma conjugada de “andar” en pretérito perfecto simple es “anduve” y no “andé”. Ni será la última. La pregunta sobre cómo ha de conjugarse “andar” es una de las dudas recurrentes que persigue a los hablantes y esta recomendación académica es, de hecho, un clásico atemporal que se repite periódicamente. Para más inri, la irregularidad afecta también a algunas formas del subjuntivo (“anduviese”, “anduviera”), así que lo del verbo “andar” parece ya una causa perdida. Quien más, quien menos, a todos se nos ha escapado alguna vez un “andé” involuntario.

La explicación para la singular conjugación del verbo “andar” la encontramos en el verbo “haber”, cuya evolución histórica acabó dando las formas conjugadas para el pasado “hube”, “hubo”, etc. El poderoso verbo “haber” marcó tendencia y acabó por contagiar a otros verbos como “estar”, “tener” o “andar”, que le copiaron descaradamente la irregularidad y produjeron las formas conjugadas “estuvo”, “tuvo” y “anduvo”.

Pero la irregularidad es un lujo lingüístico caro solo al alcance de unos pocos y no todas las palabras pueden permitirse ser irregulares. Las palabras y estructuras más frecuentes de un idioma son las que tienden a acumular irregularidades. Por un lado, las palabras que usamos a diario sufren más desgaste, lo que favorece o acelera que experimenten cambios más drásticos. Ese jersey que nos gusta tanto es el que acaba dado de sí de tanto ponérnoslo, mientras que el jersey que se queda invierno tras invierno muerto de risa en el armario quizá se lo coman las polillas, sí, pero desde luego no será el uso lo que lo desgaste.

Por otro lado, el mismo uso elevado que fomenta irregularidades en las palabras más frecuentes las mantiene en muchos casos al resguardo de otras oleadas de cambio más generales que aplicamos en bloque al resto de palabras para homogeneizarlas. De alguna manera, si una palabra muy frecuente presenta una irregularidad que la distingue del caso general parece que no nos duela conservarla como excepción a la regla porque la usamos mucho y el esfuerzo nos merece la pena, una salvedad que no estamos dispuestos a hacer cuando la irregularidad se da en una palabra menos habitual. Y tiene sentido que sea así: no vamos a tomarnos la molestia de recordar una irregularidad peregrina para conjugar un verbo que con suerte usamos una vez al año. Cuando una palabra no es lo suficientemente frecuente, resulta muy poco práctico conservarla como excepción y es mucho más eficaz que tome la ruta general que siguen el resto de sus compañeras y regularizarla.     

Este equilibrio exquisito y aparentemente paradójico que hace que el uso frecuente de una palabra sea a la vez catalizador de un tipo de cambio pero inhibidor de otros explica que el pódium con lo más irregular de nuestra conjugación verbal lo copen los verbos más habituales de nuestra lengua: “ser”, “ir”, “estar”, “haber”, “tener”. Verbos todos ellos prolijos en lo que a irregularidades de conjugación se refiere y que usamos (casi literalmente) a todas horas. Su alta frecuencia explica a la vez por qué son irregulares y por qué no nos da de buenas a primeras por regularizarlos a golpe de analogía.

¿Y “andar”? “Andar” se sumó quizá demasiado alegremente a la moda de conjugación que inició “haber” y a la que también se apuntaron otras celebridades verbales como “estar” o “tener”, cuya ubicuidad les garantizaba salir airosos de cualquier irregularidad en la que se metieran, por excéntrica que fuera. “Andar” es un verbo muy frecuente, sí, pero quizá no lo suficiente como para permitirse semejante derroche de irregularidad y salir indemne. Tampoco su forma justifica la necesidad de irregularidad: con dos lustrosas sílabas y siendo además de la primera conjugación, los hablantes no encontramos razón, pues, para mantener esas irregularidades que solo afectan a algunos tiempos y hemos optado por someterlo al imperio de la ley verbal conjugándolo como uno más.

“Andar” es una vieja gloria de la irregularidad verbal venida a menos por ser incapaz de pagarse sus extravagancias morfológicas: las (por ahora) formas proscritas “andó”, “andé” y compañía tienen todas las papeletas para quedarse. Al menos en el uso cotidiano, el otrora fulgurante verbo “andar” es ya de facto un verbo del montón que hace rato que tomó el inevitable camino hacia la regularización.

*Fotografía: Andrés Pajarón Lizcano

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