El ascensor y la escalera
A raíz de la moción de censura apoyada por el PSOE que la depuso este jueves como alcaldesa de Pamplona, Cristina Ibarrola, de UPN, proclamó altiva: “Nunca sería alcaldesa con los votos de EH Bildu. Nunca apoyaría a Bildu a cambio de nada. Prefiero fregar escaleras”. Tras el revuelo causado por sus palabras por su evidente fondo clasista, intentó aclarar con más altivez aun: “Es evidente que lo que he querido decir es que prefiero realizar un trabajo digno, duro y mal pagado como el de la limpieza, a vender mis principios y ganar 100.000 euros en un sillón pactando con Bildu de forma indigna. Cualquier otra interpretación es falsa, interesada y partidista”.
En realidad, Ibarrola dijo exactamente lo que dijo. “Prefiero fregar escaleras” pertenece a una vieja familia de frases hechas –“Prefiero quitar m… en las alcantarillas”, “prefiero barrer las calles”, “prefiero pegar ladrillos”, etc.– con las que ciertas personas, que evidentemente nunca se han visto en tales tesituras, describen lo más bajo, infortunado o penoso a lo que están dispuestas a caer en la pirámide social con tal de no sacrificar sus pretendidamente nobles principios. Si a mí alguien me hace un ofrecimiento indeseable, no se me ocurriría espetarle como una Juana de Arco dispuesta a la inmolación que prefiero realizar un trabajo digno, duro y mal pagado, sino que lo mandaría sin mayores aspavientos al carajo. Lo que debería hacer, y seguro hará, Ibarrola es pasar como buena demócrata a la oposición, en la que no sé si ganará 100.00 euros, pero seguramente mucho más que alguien que friega escaleras.
Suelo ser reacio a clasificar los trabajos como “dignos” o “indignos”, pues con esas categorizaciones se puede acabar incurriendo en consideraciones de tipo moral. De lo que tengo plena certeza es de que hay trabajos mucho más duros que otros. Peor pagados que otros. Menos respetados socialmente que otros. Hemos construido una sociedad en la que se valora de manera desproporcionada lo que se entiende como “éxito” y en la que se miran con menosprecio cientos, miles, de trabajos sin los cuales no funcionaría la comunidad y se iría al garete todo el engranaje que sostiene el estado de bienestar (o lo que va quedando de él). Sin duda, alguien tiene que limpiar escaleras. O barrer las calles. O mantener las alcantarillas. De lo que se trata, aunque parezca utópico, es de que sean oficios mucho mejor remunerados, que se realicen en condiciones laborales amables y, sobre todo, que la sociedad en su conjunto adquiera la conciencia de que todos los trabajos edificantes merecen igual respeto, lo que exigiría un cambio radical de paradigma en nuestra forma de entender la vida en común. Yo no sé qué ha hecho a lo largo de su carrera política Cristina Ibarrola por las sufridas limpiadoras –y limpiadores– de escaleras con quienes estaría dispuesta a compartir destino con tal de no renunciar a sus principios; sí sé lo que ha hecho su partido hermano, el PP, en los territorios donde gobierna: ha aumentado la desigualdad social, ha desmembrado la sanidad pública, ha convertido los colegios públicos en guetos para la población más desfavorecida privilegiando la educación concertada y privada.
Las políticas neoliberales, abanderadas por la derecha aunque durante décadas asumidas con docilidad por la socialdemocracia, han averiado eso que llaman el ascensor social. El discurso de la igualdad de oportunidades, sobre el que se sostiene el sistema, se desmorona cada vez más. Las brechas en la educación entre ricos y pobres son abismales. La lucha por estirar los ingresos hasta el fin de mes es agónica en cientos de miles de hogares. Quien friega escaleras probablemente deberá desempeñar ese trabajo durante toda su vida, incluso compatibilizándolo con más trabajos para cuadrar las precarias cuentas domésticas, con la esperanza cada vez más vana de que sus hijos tengan una vida más desahogada. En su libro ‘La tiranía del mérito’, el filósofo Michael J. Sandel contaba cómo, a finales de la década de los 70, los graduados universitarios ganaban alrededor de un 40% más que los graduados de secundaria, mientras que en la primera década del siglo XXI ganaban un 80% más. Lo decía en referencia a EEUU, pero puede ser extrapolable a nuestro país. “Hay que reconsiderar el modo en que concebimos el éxito y hay que cuestionar la idea meritocrática de que quienes están arriba en la sociedad han llegado allí por sí mismos. Significa también cuestionar desigualdades de riqueza y de estima social que hoy son defendidas en nombre del mérito”, observa Sandel.
Quizá el mejor ejemplo de los tiempos que corren lo ofreció hace unos meses el presidente de Nuevas Generaciones del PP de Madrid, Ignacio Dancausa, al anunciar jubiloso que, para poner “en valor” el carné del partido, estaba buscando acuerdos con las mejores discotecas para “listas exclusivas, descuentos, o invitaciones a copas y chupitos”. Si le pidieran que apoyara una subida de impuestos a los ricos, no me extrañaría que respondiera con pundonor que preferiría barrer las calles antes que renunciar a sus principios y sumarse a tal iniciativa.
El ascensor social está averiado desde hace mucho tiempo, si es que alguna vez ha existido. Las escaleras, en cambio, siguen ahí, con sus peldaños interminables que conducen, una jornada tras otra, tozudamente, agotadoramente, al mismo sitio.
22