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La entrevista a Aznar vista con unas pizzas

Antonio Orejudo

Decía Aristóteles que las tragedias en el teatro servían de catarsis, para que la gente pudiera sentir de mentira las pasiones que sería peligroso experimentar de verdad.

Efectivamente, ver la entrevista a Aznar fue una catarsis, una montaña rusa de sentimientos y pasiones: de la repugnancia al entusiasmo, pasando por la piedad, la lástima y la simpatía, para terminar en la sospecha. Y todo gratis prácticamente: una bolsa de palomitas de microondas, pizza y unas cuantas cervezas, eso fue lo que saqué para ver en casa con unos amigotes el regreso de José María.

Repugnancia, sí. ¡Qué bueno volver a 2003 y revivir el malestar que producía su presencia! Las manifestaciones contra su guerra de Irak, sus histéricas mentiras el 11-M, sus tics, su delirante sintaxis... ¡Qué regocijo me produjo sentir con la boca llena de palomitas el temblor de su rabia! Me recordaba a la violenta ira que sufre don Quijote siempre que en la novela le hacen ver la ridiculez de su existencia.

No me había recuperado de la náusea cuando empecé a sentir entusiasmo. Yo, que disfruto mucho con las conspiraciones, no me lo creía: ¿estábamos viendo un motín en directo? ¡Eso es un escrache —pensé—, y lo demás son tonterías! Mucho 15-M, mucho Neptuno, mucho No nos representan, pero el único que estaba ahí, rodeando él solo todo el Congreso, dispuesto a no marcharse hasta que dimitiera el Gobierno y la Oposición era José María Aznar, convertido en un melenudo radical antisistema. Hubo un momento en el que me pareció que ni una lechera de Cifuentes repleta de antidisturbios habría sido capaz de reducirlo. ¡Qué furia! ¿Estábamos asistiendo al inicio de un golpe de Estado? ¿Era todo aquello una nueva versión del acoso y derribo de Suárez, pero en directo?

Hice más pizza.

Entre las cervezas y la tensión, cuando terminó la entrevista nos vinimos abajo. ¿A vosotros no os pareció muy corta? Nosotros echamos en falta un segundo tiempo —algo más, no sé—, porque la bajada fue muy dura. En mis tiempos, la gente se fumaba un porro para suavizar el bajón de los ácidos.

Y eso fue lo que lo que necesitábamos nosotros cuando acabó lo de Aznar: un porro. Porque no era ni medio normal la piedad, la lástima y hasta la simpatía que empezábamos a sentir por el pobre Mariano. O sea: te eligen sucesor, te comes todos los marrones y cuando más débil estás, cuando más necesitas el apoyo de los tuyos, llega el causante de todos los males y te mete una puñalada trapera. Sentí que durante un instante, nada, una décima de segundo, todos mis amigotes (qué digo todos mis amigotes: ¡todo el universo parlamentario, desde el PP hasta Amaiur!) se fundían en una corriente de solidaridad cósmica con Mariano.

Y aquí es donde empezamos a sentir sospecha, claro. Está Rajoy en las últimas, con su prestigio enfangado, unos índices de paro que en Suecia habrían provocado una guerra civil, tramitando leyes catastróficas, tratando de burla la Justicia, y apoyado únicamente por un partido corroído por los escándalos financieros, cuando llega Aznar y consigue en 60 minutos crear una corriente de simpatía transversal.

¿Y los medios? Los medios, encantados —como este columnista— de poder escribir sobre otra cosa que no sea la Gran Recesión o la Segunda Reconquista.

Venga, más pizza.

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