En buena compañía
Aunque es complejo aventurar cuál sería la combinación óptima entre democracia directa y democracia representativa –y seguramente la respuesta depende del momento y del lugar–, una cosa parece obvia a este respecto: ninguno de los dos extremos es deseable.
Por un lado, imaginar que se requiere el voto de la ciudadanía para todas y cada una de las decisiones que toma un Gobierno es imaginar la parálisis y es preguntarse para qué queremos un Gobierno en un principio. Por otro lado, y en el extremo opuesto de la parálisis anarcofluida, tenemos la experiencia de los últimos años, en la que metemos un cheque en blanco en un sobre en una urna, vemos cómo los viejos partidos traicionan a sus votantes, sus promesas y sus programas y toca esperar cuatro años para siquiera poder soñar con cambiar nada.
Es evidente que necesitamos más democracia. Es obvio que la reforma del artículo 135 de la Constitución, el rescate bancario o la cesión de soberanía económica a poderes extranjeros son decisiones que afectan tanto a nuestro futuro como pueblo que no pueden zanjarse en un despacho en el que ninguno de los presentes sabe pronunciar “referéndum”. Necesitamos gobiernos que pregunten a la gente antes de hipotecar su sanidad y su educación, necesitamos mecanismos como las ILP pero que no queden en papel mojado y es vital implementar revocatorios que garanticen que nuestros representantes afronten las consecuencias si faltan a su palabra.
Del mismo modo, es también obvio que siempre va a haber una parte importante de las decisiones que habrán de tomarse por mandato, por delegación; en lógica representativa. Siempre tendremos que elegir personas que se ocupen de analizar los problemas a fondo, crear equipos y decidir por nosotros en la mayor parte de las ocasiones.
Así las cosas, la confianza en las personas que participan en un proyecto político será siempre fundamental a la hora de decidir el voto. Para los que militamos activamente, por otra parte, que nos acompañen unos u otros es crucial a la hora de saber si estamos donde debemos estar.
Todo era vértigo cuando cinco valientes entramos allá por julio de 2014 en el Parlamento Europeo, pero a mí me dio mucha seguridad compartir papeleta con Carlos Jiménez Villarejo. El grupo parlamentario en el que nos integramos era un auténtico mosaico de eurodiputados de diferentes países, pero compartir bancada con Manolis Glezos es la mejor manera de saber que uno está con “los buenos”.
Hoy están abiertas las primarias de Podemos para las elecciones generales (hasta el día 22 de julio a medianoche) y al repasar los candidatos y candidatas, siento lo mismo. Más allá de las sanas discrepancias democráticas que nos gusta plantear y debatir en público –y más allá de las coincidencias, que son muchas más–, uno sabe que está donde tiene que estar cuando ve que comparte proyecto con personas como Pablo Bustinduy, Ángela Ballester, Alberto Gavín, Daniel López Vela o mis compañeros aragoneses Pablo Félix y Amor Olomí (por citar a algunas personas que conozco personalmente y que quizás no son tan mediáticas).
Los cientos de candidatos y candidatas de la gente que se han presentado a estas primarias, junto a compañeros y compañeras más visibles que también comparten barco (pienso en Teresa Rodríguez, en Rafa Mayoral, en Carolina Bescansa, en Íñigo Errejón, en Lola Sánchez, en Diego Cañamero, en Estefanía Torres, en Miguel Urbán, en Tania González, o en tantos otros…) son de esas personas por las que –como dice mi amigo Antonio Sánchez– uno vota a un partido.
Esas personas que —como Pablo Iglesias— marcan la diferencia.
