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La Casa de los Gemelos: el teatro de la crueldad

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Todo cuanto actúa es una crueldad, escribía el artista Artaud. Sin un elemento de crueldad en la base de todo espectáculo, el teatro es imposible. Puede que usted no lo sepa, lector, pero uno de los fenómenos virales en redes sociales de este 2025 es un reality show extrañísimo llamado La Casa de los Gemelos. Los cortes de los mejores momentos cosechan miles de visualizaciones en Instagram o TikTok, a veces cientos de miles, en alguna ocasión millones. La gala inaugural de su segunda edición, estrenada a pocos meses de que se cancelara la primera, obtuvo más de 200.000 espectadores simultáneos, pero su pico ha estado mucho más cerca del millón que de esa cifra que ahora parece baja. 

¿Por qué se canceló tan rápido la primera? Cito: “incidentes graves de violencia, consumo de drogas y contenido sexual”, que obligaron a implementar nuevas medidas de control y seguridad de cara a esta segunda edición, que concluye en principio el 31 de diciembre, con unas campanadas edición La Casa de los Gemelos. La Casa de los Gemelos es un freakshow, como si el formato de Gran Hermano ingiriera un cóctel de estupefacientes o se quedara atrapado en un mal viaje, quizá ketamina, quizás ácido lisérgico. Hay una concursante con síndrome de Silver-Russell a la cual encierran en una maleta para sorprender a sus compañeros o montan en un palio con tal de llevar en procesión, otra que vomita en el bolso de una tercera, golpes, peleas, infidelidades grotescas, sororidad y abuso, insultos de toda índole.

¿Cuáles son los requisitos para entrar como concursante en La Casa de los Gemelos? Según Misha, uno de los participantes, en mayor o menor grado de broma, importa: no tener estudios o algo que requiera “un mínimo de intelecto”; tener algún tipo de antecedentes, “suma puntos si se ha estado en la cárcel, porque la gente que ha estado en la cárcel es la que mola”; tener “algún tipo de adicción, algún tipo de problema con las sustancias o el alcohol, algún tipo de enganche”; finalmente, “un mínimo de discapacidad diagnosticada, un 33% mínimo”; “quien tenga cara de tener estudios o no haber matado a una mosca en su vida es gente que no entra”. 

Marx definía en el Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte al lumpenproletariat como esa agrupación de “roués arruinados, con equívocos medios de vida y de equívoca procedencia, junto a vástagos degenerados y aventureros de la burguesía, vagabundos, licenciados de tropa, licenciados de presidio, huidos de galeras, timadores, saltimbanquis, lazzaroni, carteristas y rateros, jugadores, alcahuetes, dueños de burdeles, mozos de cuerda, escritorzuelos, organilleros, traperos, afiladores, caldereros, mendigos, en una palabra, toda es masa informe, difusa y errante que los franceses llaman la bohème”. La Casa de los Gemelos es la casa de la escenificación del lumpenproletariat y sus escenas más sórdidas, que se superan cada vez que parecen insuperables. Nietzsche decía que, si uno mira largo tiempo al abismo, el abismo también te mira a ti. El abismo es La Casa de los Gemelos: lo peor de las posibilidades de lo humano, pero no concentrado en el producto ni en las personas que venden su intimidad, que venden su blasfemia o sus insultos, su violencia y su goce, sino concentrado en quienes miran; en quienes se revuelcan en el teatro de la crueldad que escenifica el programa las veinticuatro horas del día.

Una amiga, a la cual el otro día le enseñé algunos clips del programa, aparte de quedarse patidifusa, casi sin palabras, me decía que había algo que analizar en el hecho de que hayamos metido en una cárcel a un montón de personas con discapacidad, y encima lo grabemos. No está tan alejado del show de la mujer barbuda, enanos, jorobados, hombres elefante; todo lo que exhibían personajes como Phineas Taylor Barnum en sus circos de los horrores y deformidades humanas. No es nuevo que nos interesen el morbo y las intimidades: ríos de tinta han corrido para explicar el enganche que producen creaciones audiovisuales como La isla de las tentaciones, con sesudos artículos citando a Eva Illouz; infinitas páginas se han redactado sobre Sálvame y la telebasura; este año, la serie Superestar, de Nacho Vigalondo, exponía precisamente un caso no tan alejado de La Casa de los Gemelos en la figura de Yurena y su carrera al estrellato entre personajes como Leonardo Dantés, Tony Genil o Paco Porras. Vidente este, Paco Porras, que fichó hace una semana por La Casa de los Gemelos tras la expulsión de José Labrador por agredir a otra concursante, pero que ya ha tratado de abandonar el programa “tras una posesión demoniaca de otro concursante”.

Rara es la conversación que tengo últimamente en la cual no sale el tema de La Casa de los Gemelos. Contando anécdotas sobre gente que se ha comportado de forma muy extrema, deslavazada, como fuera de sí, la forma más rápida de describirla ha pasado a ser la comparación: se comporta como si estuviera en La Casa de los Gemelos. Todo lo que me aparece en redes relacionado con este programa me parece una absoluta barbaridad, casi un escándalo; como todos los demás, tampoco soy capaz de dejar de mirar. Ya se han escrito varios análisis que oscilan entre señalar cómo los concursantes están todo el rato al borde permanente de un brote psicótico —es verdad— o las comparaciones más sesudas con la pintura de Brueghel, la sátira medieval, el carnaval según Bajtín, lo grotesco que reconforta por la distancia que media entre nuestra calma y su escatología. 

Lo que más me preocupa hoy, en realidad, creo que es la crueldad. En medio de una atmósfera reaccionaria, permea en todas las esferas de la vida una tendencia a la deshumanización, a dejar de ver al otro como un ser humano con vida, dignidad intrínseca, deseos, aspiraciones; con la mediación de una pantalla, consideramos que el otro puede ser reducido o a carne o al rol del bufón. Cada concursante de La Casa de los Gemelos, por mucho que la venda, sigue siendo una vida absolutamente propia, vida que nadie puede arrebatarle. Cuando miramos el programa, sin embargo, se olvida esta vida y se olvida esa dignidad; el horror y la destrucción son asumidos como la condición más básica. No dejo de pensar que esto no es una excepción, sino un síntoma más de una condición endémica a la sociedad contemporánea, otra cepa de una capacidad creciente y mutante para la aniquilación del otro. 

Como esta es mi última columna del año, y ya nos seguiremos leyendo en 2026, pienso que quizá deberíamos entrar —quizá alguien escoja perversamente las campanadas de La Casa de los Gemelos tras leerme— en el año nuevo haciéndonos esa pregunta: qué crueldad hacemos y dejamos hacer, cómo vemos y miramos y nos preocupamos por lo demás, cuál es el tipo de indiferencia hacia la vida de los otros que permite que tanta brutalidad nos haga gracia, que concentra a millones delante de la barbarie, como quienes en otro siglo se presentaban a ver el garrote vil o las ejecuciones en la plaza pública. No está geográficamente muy lejos la plaza de esas ejecuciones de la misma en la que se reunirán muchos españolitos, como en la canción de Mecano, a comer las uvas y ver caer el carrillón. Intentemos, para 2026, desear menos crueldad en nuestros espectáculos.