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Cerremos las puertas al infierno

El accidente de Chernóbil obligó a evacuar los pueblos cercanos

José Luis Gallego

El pasado martes 26 de abril se cumplían 30 años de la peor catástrofe medioambiental de la humanidad: el accidente de la Central Nuclear de Chernóbil. Los números de la tragedia bailan según las fuentes, incluso el propio gobierno ucraniano abre inmensas horquillas a la hora de cifrar a las víctimas o determinar el área que finalmente resultó afectada por la radiación.

Pero la falta de concreción en la evaluación de los daños no debe ocultar la magnitud de la tragedia: alrededor de 100.000 personas fallecidas, 150.000 desplazados de sus hogares, más de 220.000 km2 de superficie afectada (el equivalente a casi la mitad de España) y un zarpazo mortal a la economía de la antigua URSS. El propio presidente Gorbachov, que tardó quince días en aceptar y explicar al mundo la magnitud del accidente, confesaría años más tarde que fue la catástrofe de Chernóbil y no su famosa perestroika quien en verdad acabó con el régimen soviético.

Durante estos últimos años he tenido la oportunidad de asistir a varios encuentros, debates y entrevistas con algunos supervivientes del accidente. Muchos de esos testimonios pueden leerse en internet. También corren por la red fotos de algunos de los niños afectados por la radiación. Se conocen como los niños de Chernóbil. Sus terribles malformaciones son una prueba más del infierno al que nos puede llevar la energía nuclear. Les aseguro que se las pueden ahorrar.

El denominador común de todos esos testimonios, gráficos o narrativos, es su perplejidad. La consternación ante el hecho de que, a pesar de lo que sabemos, se sigan construyendo centrales nucleares (China, India, Armenia, Finlandia…) y en países como España se pretenda alargar la vida útil de viejos reactores con más 40 años. Después de Chernóbil. Después de Fukushima. Les parece increíble.

Todos los que siguen defendiendo la energía nuclear deberían atender su testimonio. Porque más allá de explicarnos su tormento, lo que nos ruegan desesperadamente los supervivientes de Chernóbil es que cerremos de una maldita vez las puertas del infierno, ese infierno del que lograron huir pero que todavía les persigue.

Quienes han vivido un accidente nuclear quedan atrapados para siempre en el miedo. Una angustia que no alcanzamos a entender porque es transparente, tan invisible como la radiación nuclear. Esa es la peor perversión de este tipo de contaminación: que no huele, no ensucia, no hace ruido. Como la que sufrieron los 50.000 habitantes de la apacible ciudad de Pryjat durante aquel fin de semana de abril tras la explosión del reactor de la central nuclear, situada a tres kilómetros. Nadie les avisó hasta dos días después. Se envenenaron sonriendo, paseando por el parque, mientras salían de compras o nadaban en las piscinas.

Pero los defensores de la nuclear niegan la mayor: el riesgo de que vuelva a ocurrir una tragedia como Chernóbil era mínimo, nos decían. Hasta hace cinco años. Hasta el 11 de marzo de 2011, cuando el infierno logró abrir otra puerta en Japón. Ahora, a las fotos de los niños de Chernóbil se unen las de los niños de Fukushima. La tragedia que sufre uno solo de esos niños, tan solo uno, debería ser suficiente argumento para empezar a cerrar todas las centrales nucleares del mundo desde mañana mismo. Pero nada de eso va a ocurrir. El lobby nuclear tiene a los poderes bien domesticados.

Malditos sean sus argumentos económicos, malditas sus rentabilidades y sus miserables estadísticas. ¿Datos? La central nuclear de Vandellós I (Tarragona) sufrió en 1989 un grave accidente que motivó su cierre. El reactor seguirá en estado de latencia hasta 2028 y los terrenos que ocupa quedarán contaminados durante miles de años. Su total desmantelamiento consumirá el doble de energía de la que generó la central durante su vida útil. Eso son datos.

Pero aunque eso no fuera así, aunque la energía nuclear fuera la más barata y segura, aunque no estuviéramos condenando a las próximas generaciones a gestionar y custodiar durante siglos sus venenosos residuos ¿Es que acaso hemos perdido la razón? ¿Cómo es posible que después de los sustos de Harrisburg o Vandellós y de las tragedias de Chernóbil y Fukushima seamos capaces de seguir manteniendo entreabiertas las puertas al infierno?

Cuando el mundo entero se abastezca de sol y viento alguien echará la vista atrás y hallará en el uso de la energía nuclear la irrefutable prueba de que, en nuestros días, el ser humano todavía estaba por evolucionar.

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