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Cien años de inmunidad

En Aragón hay casi 18.000 plazas para ancianos en residencias geriátricas.

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La última vez que vi a mi abuela me dijo de sopetón que ya no le quedaban amigas, que todas se habían muerto. Una por una. La última murió en una residencia de mayores, en uno de los momentos más crudos del confinamiento. No hizo falta que me contase qué es lo que le había sucedido, ni tampoco que no pudo despedirse. Quedó todo sobreentendido. Ahora llegamos a aceptar cosas que ni por un momento hubiéramos llegado a imaginar en enero. 

“Ya no me quedan amigas”, dijo con una voz firme, casi mecánica. Y yo me imaginé a las mías en Madrid, esperando mi vuelta tras las vacaciones de verano. Debe ser atroz ver cómo el mundo que conoces, tu vida rutinaria, se va desvaneciendo. Algo así como quedarse solo en una isla que, en realidad, está llena de gente. Mi abuela solía quedar con “las amigas” para dar un paseo por las tardes. Siempre el mismo recorrido. Siempre las mismas conversaciones. Ahora camina sola. Aunque parezca triste y gris, esto anima sus días. Sale todos los días a la calle y repite sus dos itinerarios: el corto, si se nota cansada; el largo, si se levanta con fuerzas. 

Aquel día también me habló de su madre, de la gripe de 1918 y de unos hombres que se dedicaban a hacer descender troncos por los ríos y que llegaron a su casa comidos por la fiebre. Llegaron mojados, helados y enfermos. Su madre, que estaba embarazada de su primer hijo, los acogió y cuidó hasta que se recuperaron. No tenían casi de nada, aún así, la mujer les hizo caldos e infusiones para que se repusieran. Mi bisabuela no llegó a contagiarse, ni tampoco la criatura que llevaba en su vientre. 

Aquel recuerdo ha acompañado a mi abuela durante toda la pandemia y, aunque no lo diga abiertamente, igual que lo de su amiga, piensa en ello, en la inmunidad. Repasa la historia que le contó su madre sobre aquella gripe, piensa en el hermano que nació poco después y en lo de ahora, en el coronavirus. 

Aun con todo, teme enfermar. Todos nuestros mayores viven con un miedo añadido horrible e injusto. Yo me aferro a las historias de mi abuela, a sus cien años de inmunidad.

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