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Desear la guerra

Concentración para reclamar el alto al fuego y la retirada de las tropas rusas de Ucrania, en la plaza Cataluña, a 2 de marzo de 2022, en Barcelona.

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Acabo de leer a través de Twitter que alguien opina que “muchos de los problemas de nuestro país se solucionarían si el 50% de los jóvenes pasáramos por la experiencia de las trincheras” y me he quedado helada.

No es que yo piense que esta sea la opinión de muchos hombres jóvenes. Tengo más fe en la inteligencia y el raciocinio de los varones españoles pertenecientes a las generaciones que, llegado el caso, aún estarían en edad militar. Sin embargo, a pesar de no creer que se trate de una opinión mayoritaria, me ha preocupado. ¿Qué creen esas personas que es una guerra, que son las trincheras? ¿En qué podría ayudar a resolver nuestros problemas el que una generación de hombres jóvenes pase por la peor experiencia que existe en el mundo?

A base de videojuegos violentos, películas mentirosas y conversaciones de bar regadas con abundante alcohol, parece que hay hombres (y tal vez también mujeres, aunque la verdad es que no creo que haya muchas) que piensan que la guerra es una especie de picnic viril del que se sale -si se sobrevive- purificado, aquilatado a través del dolor para ser todavía más hombre. O algo igual de estúpido.

La guerra siempre es mala. Siempre. Para todos y todas quienes no tienen más remedio que pasar por ella y sufrirla. Si a alguien le sirve de algo una guerra, es que está en el bando de los malos, de los que se enriquecen vendiendo armas, por ejemplo, o haciendo tráfico de personas. Las guerras destruyen todo lo que tocan, y no me refiero solo a los edificios, los puentes, las estaciones y las carreteras. Ni siquiera me refiero a los museos y los teatros y las salas de conciertos. O a las casas de las personas normales, y los hospitales, los colegios y los parques. Tampoco hablo de los muertos, esas pobres víctimas que han sido tocadas por la guadaña helada antes de tiempo. Me refiero -y eso es lo auténticamente terrible- a la gente que sobrevive, pero que nunca volverá a ser como era antes porque ha sido dañada en lo más profundo de su ser, porque ha perdido la confianza en el mundo, en la estabilidad de lo que ha costado tanto construir, además de haber perdido a algunas de las personas que formaban parte de su vida, que eran su vida, y, en muchísimos casos, todas sus posesiones, sus objetos amados, sus recuerdos. 

Las cosas no solo cambian durante una guerra. El cambio fundamental se produce después, cuando haces balance, cuando te das cuenta cabal de lo que ha sucedido, de lo que has perdido, de lo que ha cambiado en tu interior, y sabes con absoluta certeza que no volverás a ser la misma o el mismo que eras en tiempos de paz. ¿Es a eso a lo que aspiran los que quieren tener una “experiencia de las trincheras”, “un derecho de todas las generaciones jóvenes” como seguía diciendo el tuit? ¿No tienen la imaginación y la empatía necesarias para sentir o saber lo que hacen las guerras con las personas? ¿Ni siquiera han leído los testimonios de quienes sí han pasado por esa experiencia? ¿Creen que, en la vida real, cuando a uno lo matan no es más que un “game over” y se puede volver a empezar?

¿Cómo es posible que, como sociedad, tengamos tan poca memoria como para haber olvidado la catástrofe que supusieron la primera guerra mundial, y la segunda, y nuestra guerra civil, y la guerra de Yugoslavia, que está mucho más cercana en el tiempo? En cuanto uno tiene un mínimo de sensibilidad y de memoria, sabe que, después de una guerra, todo el mundo dice una y otra vez: “Nunca más, nunca más. La guerra hay que evitarla a toda costa.” Y, sin embargo, en cuanto pasan un par de décadas, empieza a aparecer gente que cree que la guerra es la ocasión de demostrar la hombría y el heroísmo. ¡Como si no hubiera ocasiones en la sociedad civil de demostrar el valor! Hay miles de personas a nuestro alrededor que necesitan nuestra ayuda. Comprometerse durante un par de años para enseñar español a un grupo de refugiados es, en mi opinión, mucho más valiente que coger un fusil y empezar a disparar contra unos desconocidos. O echar una mano en servicios de urgencia, o acoger a mujeres maltratadas que necesitan un lugar donde poder dormir sin miedo, o cuidar de niños que, por las terribles circunstancias de su vida familiar, no tienen a dónde ir al salir del colegio y a nadie que los ayude a hacer sus deberes, u ofrecerse a hacer compañía o recados a personas ancianas. 

En todos estos gestos hay más valentía que en cualquier hazaña bélica, pero suelen dejarse para las mujeres, porque muchos hombres siguen pensando que lo único propio de un varón es la brutalidad, la violencia, la guerra. Curiosamente, los que opinan de este modo se quedan en casa, en el bar de siempre, hablando de la falta que nos haría una guerra para… ¿qué? Eso nunca queda realmente claro.

Hay docenas de conflictos bélicos en el planeta, ¿por qué no se van allí a curtirse y luego regresar con el alma henchida del deseo de paz? Supongo que porque la guerra es peligrosa, porque da miedo -con razón-, porque a uno lo matan sin más, sin tener en cuenta lo que opine.

Y, si lo que les gusta es cavar trincheras, siempre podrían apuntarse a reforestar la España destruida por los incendios. Eso sí sería heroico, y muy masculino, además, porque hace falta mucha fuerza y mucho aguante, por no hablar de cómo aumentan los músculos de los brazos y el pecho.

Erich Hartmann, periodista y fotógrafo de Magnum, que luchó en la Segunda Guerra Mundial, acuñó una frase que sigue siendo cierta hoy en día:

“La guerra es un lugar donde jóvenes que no se conocen y no se odian se matan entre sí por la decisión de viejos que se conocen y se odian, pero no se matan.”

¿Es eso lo que desean los que anhelan “la experiencia de las trincheras”?

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