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El desgaste existencial

Civilización y barbarie, de Daniel Santoro

Begoña Huertas

Hace unas semanas se descubrieron en el centro de México DF unas ruinas de la época precolonial. Se trataba de una especie de muro hecho de cráneos unidos con argamasa de cal, arena y gravilla. Esta estructura, denominada tzompantli (que significa muro de cabezas) era el resultado del sacrificio de un grupo de personas en honor a los dioses.

Pero hoy el horror no se encuentra sólo enterrado sino a ras de tierra. La información de que los 43 estudiantes secuestrados en 2014 por policías municipales en el municipio mexicano de Cocula no pudieron ser incinerados en el basurero ha vuelto a poner sobre la mesa ese tremendo episodio de barbarie. Un grupo de expertos de la OEA ha asegurado que la versión oficial es científicamente imposible (aquí).

Los antiguos mesoamericanos empalaban las cabezas de sus víctimas ante la vista pública. Hoy se difunden a través de Internet imágenes y vídeos de decapitaciones por parte del terrorismo yihadista.

Al menos en ciertos momentos y ante algunos sucesos uno se inclinaría a pensar que la barbarie y la civilización no son dos etapas sucesivas del desarrollo humano sino dos estados simultáneos. A principios del siglo XIX Domingo Sarmiento se planteaba, como un Hamlet americano, “la cuestión es ser o no ser salvajes”. Él parecía tenerlo claro y su dicotomía sencilla explicaba el mundo con facilidad: campo/ ciudad, atraso/ progreso. Pero no es tan fácil.

No siempre la civilización supone un progreso, y la naturaleza humana puede ser oscura e incomprensible, o ambigua, o sencillamente naturaleza, salvaje. Juan José Saer narra en El entenado la orgía de canibalismo y sexo de una tribu de indios perdida por el Río de la Plata. El grumete de una expedición española que sobrevive al ataque y vive durante un largo tiempo entre ellos no lo tiene tan claro a la hora de enjuiciar lo que ve.

También otro escritor argentino, Antonio Di Benedetto, reflejó en una novela, Zama, esa imagen de la esencia salvaje de la humanidad. Al funcionario de la corona española que espera su traslado a Buenos Aires no le rodea un paisaje bucólico: Su mirada nostálgica se posa en el mismo mar donde se balancea el cadáver de un mono. Por cierto que Lucrecia Martel –directora de magníficas películas, como La ciénaga- llevará esta novela al cine. Martel precisamente es un genio a la hora de plasmar en imágenes el desasosiego de lo estancado, lo que no avanza, lo que se espera y no pasa, y al mismo tiempo lo que pasa: lo que se pudre porque está vivo, o por dejadez.

En Guatemala, un país machacado por la violencia y los regímenes dictatoriales, acaban de celebrar unas elecciones. Lo peor era escuchar antes de los comicios cómo la gente se lamentaba porque no había una opción progresista a quien votar. Ha resultado ganador el candidato de un partido conservador (todos lo eran), teólogo evangelista y actor cómico.

Hablo de América Latina. Pero estos días podemos ver la violencia en Oriente Medio a través de los refugiados que huyen de ella. Las truculentas matanzas en Sudáfrica no están lejos. Tampoco la pesadilla en Los Balcanes. Ni los atentados fundamentalistas.

Ante esto puede dar la sensación de que el tiempo no avanza. Sin embargo seguimos esperando que a pesar de todo el sentido de la historia transcurra hacia delante. Esa es nuestra única defensa. En la novela de Saer se alude a una especie de tiempo presente continuo en el que vive la tribu en medio de la selva. Por su parte, el protagonista de Zama opta por mimetizarse con el ambiente que le rodea porque, como él dice, es “la defensa de las bestias”. Esto es precisamente lo que supone –como apuntó Juan José Saer- el “desgaste existencial” de Diego de Zama. No es que se trate de apoyar como en Telecinco 12 meses, 12 causas. Se trata de no vivir como animales. Vivir en el tiempo que a uno le toca y no fuera de él, sobrevolándolo como si nos fuera ajeno o, peor aún, mimetizándonos con lo que toque. La esperanza es una de las herramientas evolutivas más poderosa con la que contamos. La participación en Guatemala, a pesar de todo, fue insólita. Los movimientos de indignados en Europa tras la crisis ya no van a desaparecer y están consiguiendo cambios.

“Me pregunté, no por qué vivía, sino por qué había vivido. Supuse que por la espera y quise saber si aún esperaba algo. Me pareció que sí. Siempre se espera más.” (Antonio Di Benedetto, Zama)

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