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“Quiero un empleo, trabajo me sobra”

Federación General de Clubs de Mujeres en Washington, 1918. Library of Congress Washington

Begoña Huertas

En la pasada manifestación del 1 de mayo había mujeres que llevaban pancartas con el lema “Quiero un empleo, trabajo me sobra”. Yo acababa de leer El diario de Edith, una novela de Patricia Highsmith en la que la protagonista se hace cargo de su extraño hijo inadaptado y cuida al tío de su marido, enfermo y dependiente, mientras participa activamente en la comunidad, escribe artículos políticos para la prensa, modela esculturas, va a la compra, cocina, pone lavadoras, hace camas, limpia habitaciones y atiende el jardín. Cuando su esposo la deja para irse con otra mujer la oímos decir “tendré que buscar un empleo”.

Edith, a pesar de todas las actividades que realiza, no entraría en la categoría de población activa, como no entran las personas que trabajan “dentro de casa” sosteniendo familias y haciendo una labor sin la cual no sería posible ninguna otra. Por qué se limita la noción de trabajo a la actividad remunerada con un salario sería una buena pregunta. Sin embargo, una pregunta aún mejor es por qué esa actividad no se paga. Hay una clara incongruencia -y no inocente- en el sistema: criar niños parece ser no hacer nada pero no hacer nada (por ejemplo poner tu dinero en un sitio y esperar a que dé más dinero) sí constituye un trabajo. El trabajo doméstico y de crianza no es ni siquiera precario, simplemente no es. Está invisibilizado como tantos otros asuntos que el patriarcado ha decidido que son estrictamente femeninos. Pero según el Consejo Superior de Investigaciones Científicas ese trabajo se podría cuantificar por un valor monetario de unos 424.140 millones de euros, el 50% del PIB de España.

Este orden de cosas claramente beneficia al sistema capitalista y patriarcal: mano de obra gratis y mujeres dependientes, atrapadas y sin derechos (ni derecho a jubilación, ni bajas por enfermedad, ni vacaciones). Para avanzar hacia la igualdad real de géneros es necesario dar respuesta a esta situación, porque el trabajo doméstico es una trampa.

La catedrática de sociología María Ángeles Durán, especialista en el tema, acaba de publicar el libro La riqueza invisible del cuidado, donde habla de lo que denomina “el cuidatoriado”, compuesto en un 90% de mujeres sin seguridad social y donde la pobreza, la dependencia y la marginalidad están garantizadas. Sin embargo, dice, “es la clase social que sostiene el sistema”. Al margen de la complejidad que requiere abordar la cuestión, hay dos cosas que parecen claras: que el trabajo doméstico es necesario para la sociedad y debería remunerarse, y que no puede de ningún modo recaer únicamente en las mujeres.

Si el estado actual de las cosas se ve como “natural” es por el peso de los estereotipos impuestos durante años y años: Esa imagen de la mujer como objeto de uso o proveedora de satisfacción para el hombre, subordinada a su bienestar -el espíritu maternal de sacrificio que no pide nada a cambio-. La cultura de la violación también es la cultura de la explotación: Se usa y abusa de algo que se considera inferior, algo que está ahí para ser usado y abusado, ya sea el cuerpo o el tiempo de la mujer. Felizmente, el día del trabajador este año tampoco ha podido permanecer ajeno al ímpetu de las reivindicaciones feministas, estamos hartas de que la maternidad nos cueste la carrera profesional, hartas de la brecha salarial y de la mental, de la dependencia económica y de trabajar gratis.

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