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El dilema del votante sano

Manifestación en defensa de la sanidad pública convocada este domingo en Madrid. EFE/ Zipi

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La sanidad no tiene mucha suerte como problema público. Todos pagamos impuestos, todos esperamos cobrar algún día una pensión, todos agradecemos que nos abaraten el tren o la gasolina, a todos nos gusta tener unas buenas fiestas patronales o luces en navidad; pero no todos, por suerte, estamos enfermos el día de las elecciones, ni siquiera durante la campaña electoral, o durante los largos meses de la precampaña. La gran mayoría tenemos hijos en edad de estudiar, o de ir al cine o —gracias al Supremo, siempre preocupado por la cultura— a los toros, o un pariente que necesita cuidados, o una plaza en una residencia o en un centro de día.

La enfermedad es algo que siempre les ocurre a los demás para esa mayoría de votantes sanos quienes, además y en buena parte, acostumbran a tener un oportuno seguro privado que les ahorra las esperas en las consultas o en las pruebas diagnósticas en la Atención Primaria. Para la atención hospitalaria o especializada, cuando el enfermo se convierte en paciente y deja de ser rentable, ya está —y siempre está— el sistema público.

No se habían apagado los ecos de los aplausos y ya estábamos despidiendo a entre veinte mil y veinticinco mil —las cifras resultan tan opacas que resulta imposible precisarlas— de aquellos sanitarios contratados para enfrentar la pandemia. Los mismos que anunciaban incorporaciones por miles al sistema sanitario nos cuentan ahora que no hay sanitarios, que ya les gustaría volver a contratar a los mismos que despidieron el año pasado; se los ha debido tragar la tierra. Diez años, una Gran Recesión y una pandemia después, la triste realidad es que Alemania, Dinamarca, Irlanda o Francia gastan entre tres mil quinientos y cuatro mil quinientos euros por habitante en sanidad y España no llega a los dos mil euros.

Este domingo han coincidido dos manifestaciones multitudinarias en defensa de la sanidad pública y, en especial, de la atención primaria, en Madrid y en Santiago de Compostela. No es por casualidad —que no existe en política—. Galicia y Madrid se hallan entre las comunidades que menos porcentaje de su presupuesto sanitario dedican a remunerar a su personal (Galicia, 43,9%; Madrid, 42,3%; media estatal, 44,9% del total del gasto sanitario) y ambas son las que menos invierten en su sistema de Atención Primaria (Galicia, 11,6%; Madrid, 10, 7%; Media España: 13,9% del total del gasto).

En Galicia hemos pasado, en apenas un mes, de ser todo culpa de Pedro Sánchez, a no tener médicos en el mercado, a tener dinero de sobra en el presupuesto, a anunciar que se aumentaba el presupuesto en decenas de millones para contratar a esos médicos que no había por culpa de Pedro Sánchez y finalmente a contratarlos por cualquier medio necesario. En Madrid justo es reconocer que la línea argumental siempre se ha mantenido coherente: todo ha sido siempre y será culpa de Mónica García y Pedro Sánchez.

A meses de una elecciones municipales y autonómicas, la pregunta no es tanto qué hará el votante enfermo que paga sus impuestos. La pregunta es qué respuesta dará a su dilema el votante sano que paga sus impuestos y a quien le ha prometido bajárselos aún más.

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