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La España d.I.: La España después de Francisco Ibañez

Imagen de archivo del dibujante Francisco Ibañez fallecido este sábado. EFE/Quique García

Lucía Taboada

16 de julio de 2023 22:14 h

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Los millennials somos promocionados tan a menudo como la primera generación digital de la historia que casi nos olvidamos nosotros mismos de que nos criamos con libros, casi siempre con tebeos. “Ahora los críos se fabrican sus propias historias con todos los cacharritos que hay, las tabletas y teclitas para mover a sus personajes. Yo lo entiendo, es normal que esto ocurra, así se evitan tener que luchar contra esos bichitos pequeños y negros que son las letras”, decía Francisco Ibáñez en una entrevista en ElDiario.es

Esos bichitos pequeños y negros que son las letras, con toda su ingente variedad de onomatopeyas, me criaron a mí. Cuando el sábado conocí la muerte de Francisco Ibáñez traté de visualizarme sentada en en el salón de mi casa de Vigo ordenando los ‘Mortadelo y Filemón’ que almacenaba en el mueble de debajo de la tele. Se contaban por cientos. En realidad, se cuentan por cientos. Ahí siguen, nadie los ha movido. La tele es otra -más plana, más grande, con más prestaciones-, los cómics son los mismos. Porque en las casas de los padres siempre se mueve la vida, pero no se mueven los libros. Los libros permanecen inmutables en las estanterías, como un ejército silente literario. 

‘Mortadelo y Filemón’ significó para mí, como para miles de niños y niñas, una época de felicidad sencilla y plena. Se producía una abstracción total cuando abría sus páginas y entraba en las aventuras de esos dos agentes torpones cubiertos de garrotazos, precariedades y desengaños. Aquella felicidad se volvió más difícil de lograr a medida que se fueron asentando nuevas emociones en mi vida y, por tanto, nuevas preocupaciones. En realidad, cualquier momento de felicidad adulta ha partido siempre de un intento de volver a aquella sensación de placer pleno, sin distracciones.  

Las veces que he releído mi colección de ‘Mortadelo y Filemón’ como adulta he sido consciente de que me perdía cientos de detalles en las lecturas cuando era niña. Entendía, pero no entendía, las trampas, el golferío, la corrupción, las tramas, los engaños, las cazurradas, los caciques, las chapuzas, la incompetencia, la picaresca, las tropelías, o los abusos a los humildes de los que hablaba. Ahora lo entiendo todo, claro. Y me parece todavía más meritorio escribir sobre las carencias de un país desde la risa limpia e inteligente. 

‘Mortadelo y Filemón’, como ’13, Rue del Percebe’, fueron reflejo de su época y muchos de los que ya no nacimos en la dictadura, recogimos sus preceptos sin demasiada conciencia crítica inicial. A Ibáñez, como a todos los dibujantes y escritores de su generación, le tocó convivir con las arbitrarias consignas de la censura del régimen. En alguna entrevista contaba cómo esa censura le agudizó el ingenio y a través de las limitaciones reinantes se las ingenió para crear nuevos adjetivos y palabros. “Venían a las redacciones ese grupo de maleantes, que el más guapo de ellos tenía cara de haber matado a su padre y a su madre, ¿y qué hacías? Al menos, nos dieron una variedad tremenda de léxico”, decía. 

Me parece descorazonador que Francisco Ibáñez haya fallecido justo cuando vuelven a imponerse trazas de censura y cuando el odio y la vileza se lo están comiendo todo, como el hongo de un invernadero al que Mortadelo accedería disfrazado de jardinero. No quiero sonar naif, no lo soy, pero este fin de semana me he preguntado quién puede sustituir a Ibáñez como proveedor universal de distensiones en un país tan sobretensionado. No me me ocurrió nadie, a bote pronto. Pero al menos sabemos que si en algún momento nos vamos al garete alguien estará trazando un plan desde el desastroso cuartel de la T.I.A. para que la cosa mejore. 

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