Europa tiene muy poca fuerza para reaccionar
El Parlamento británico no solo ha derrotado clamorosamente a Theresa May sino también a Europa, a la UE. Y en particular a sus máximos dirigentes. Porque, con una unanimidad que no se lograba desde hacía mucho, los líderes de los 27 países habían apoyado el plan de salida que May defendía. Y una mayoría aplastante, sin precedentes en un siglo, de los miembros de la Cámara de los Comunes lo ha rechazado. Cualquier intento de iniciativa que la UE haga para recomponer la situación y buscar una nueva vía para el acuerdo tiene que partir de ese dato.
Y también de que las dimensiones del desastre del martes han sorprendido a todo el mundo. Las cúpulas políticas de la Europa más influyentes están en un estado de shock, según recogen los principales diarios del continente. Por eso las personalidades más relevantes de ese ámbito se niegan por el momento a hacer declaraciones mínimamente comprometidas. Angela Merkel no ha sido la excepción y se ha limitado a trasmitir a su colega británica este mensaje: “Te ayudaremos”.
Pero la pregunta que ya está en el ambiente es la de qué ayuda puede prestar la UE a una Theresa May cuyo futuro político puede ser de días o de semanas. Aunque supere la moción de confianza que contra ella han interpuesto los laboristas. Desautorizada de forma casi humillante como líder de su partido, el conservador, e incapaz de tender el mínimo puente con la oposición laborista, cuyo objetivo principal, antes que el Brexit, es echarla del poder, May da toda la impresión de ser una política acabada y cuyo único asidero es el de que más de una vez en los últimos dos años se ha dicho lo mismo de ella.
Una persona en esas condiciones no puede ser ya un interlocutor válido para Bruselas: cualquier eventual acuerdo con ella corre el riesgo de terminar tan mal como el plan que se votó este martes en Westminster. Está claro que el futuro del Brexit depende mucho de cómo evolucione la situación política interna en Gran Bretaña. Y que la UE y sus principales cancillerías, por muchos contactos y amistades que tengan, puede influir muy poco en esa dinámica. En todo caso, Theresa May ya no es el referente para intentarlo.
Europa tiene muy poco que hacer en ese terreno. Y no mucho más en el ámbito más general. Por muchos matices que se puedan introducir, no existen muchas alternativas al proyecto de Brexit que este martes se votó en Londres. Cualquier modificación significativa de esa propuesta reventaría la unanimidad alcanzada con la misma. Y a medida que pasen las semanas, esa dificultad irá creciendo sustancialmente.
Las elecciones europeas del 26 de mayo podrían alejar aún más a los estados miembros de un acuerdo sobre el Brexit. Porque en esa ocasión serán todos los partidos de cada país, y no solo sus jefes de gobierno, los que dirán hasta donde están dispuestos a llegar para que la salida de Gran Bretaña de la UE sea lo menos dolorosa posible. Y es probable que unas cuantas formaciones, desde luego las más nacionalistas, se muestren contrarias a cualquier tipo de concesiones.
Y si en esas elecciones los partidos ultranacionalistas obtienen el éxito que les auguran los sondeos, los gobiernos se cuidarán muy mucho de rebajar sus exigencias a Gran Bretaña en cualquier futura negociación. Lo más probable es lo contrario, que las endurezcan.
Europa tiene por lo tanto un margen de maniobra muy limitado. Primero, porque lo que vaya a ocurrir con el Brexit depende, sobre todo, de cómo los británicos decidan implementarlo por su cuenta. Y, segundo, porque aun cuando la UE siga siendo una formidable estructura de poder, y lo más probable es que lo siga siendo durante mucho tiempo, ha dejado de tener la cohesión y el liderazgo internos para ejercerlos de forma protagonista en la escena internacional.
El ocaso de Angela Merkel, que camina hacia su retiro definitivo, es la imagen más clara de ese problema. El fracaso, cada vez más claro e irreversible, de la presidencia de Emmanuel Macron, que hace poco más de un año aparecía a los ojos de algunos como el nuevo futuro líder europeo, lo agrava. Y no poco.
Merkel y Macron firmarán el día 22 en Aquisgrán un nuevo tratado, muy integrador, entre Alemania y Francia. Hace unos años esa habría sido una gran noticia para Europa. Porque se habría entendido como un reforzamiento del eje Berlín-París, sobre el que se ha construido la unidad del continente. Ahora la iniciativa suscita no pocos recelos e incluso irritación. Por parte de la Italia de Salvini y del Movimiento 5 Estrellas, claro está. Pero también de varios países del Este europeo. Y de los miembros de la llamada “nueva Liga Hanseática”, en la que figuran Suecia, Dinamarca, Finlandia, Holanda, los países bálticos e Irlanda, poco dispuestos todos a ellos a aceptar el protagonismo franco-alemán.
Si la falta de un liderazgo mínimamente fuerte reduce las posibilidades de actuación europea en el proceso del Brexit, la grave crisis de representatividad política que padecen los principales miembros de la UE la limitan aún más. Esa crisis ha alcanzado su paroxismo en Gran Bretaña. En primer lugar con la victoria del “sí” en el referéndum de hace dos años contra la opinión oficial de los dos partidos mayoritarios. Y luego con las divisiones internas que han jalonado el proceso desde entonces, hasta llegar al desastre del martes.
Pero esa crisis de representatividad, o de convulsión de la representatividad existente hasta hace muy poco, está presente en otros muchos países. En una Francia que camina hacia lo desconocido tras haber sufrido un terremoto político hace menos de dos años. Y también en Italia, en Alemania y en España. Las consecuencias políticas del drama económico que empezó en 2008 han ido llegando poco a poco. Pero cada vez son más importantes y aparentemente irreversibles.
Los augurios más pesimistas se abren paso en ese contexto. Uno de ellos predice que otros países podrían seguir el ejemplo de Londres si los británicos deciden finalmente abandonar la UE. Lo cual, hoy por hoy, parece lo más posible, mientras la idea de un segundo referéndum no pasa de ser una hipótesis.
Un Brexit difícil causaría enormes problemas a las empresas y cambiaría las vidas de millones de ciudadanos de la UE en el Reino Unido y de muchos británicos en la UE. Incluso si el tráfico aéreo y el tráfico de mercancías se normalizan después de un período de transición aproximado, el caos sería fatal para la imagen de la UE, que promueve el compromiso y el cumplimiento de las normas en todo el mundo. El presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, y sus fanáticos se alegrarían tanto como Vladimir Putin en Moscú.