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“Es que estamos fatal”

Obra de Banksy

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“Es que estamos fatal” es una frase entre jocosa y apocalíptica que, desde hace un par de años, se escucha constantemente en la calle y, en especial, en las consultas de los psiquiatras y psicólogos clínicos, saturadas de pacientes. Empezó siendo una mera guasa urbana, como agur a la pandemia, pero ha mutado en un lamento vano por reiterado. ¿Qué ha pasado para que nos autosugestionemos en clave negativa, incluso, hasta adoptar tintes tan desesperanzados? ¿Llega realmente la sangre del desaliento al río de nuestro día a día?

Es un dato empírico que la confluencia de los factores generalizados de velocidad, prisa, aturdimiento, apremio, irreflexión, pesimismo o rigidez generan biografías ansiógenas. Basta con salir a la calle para confirmar que nos mostramos habitualmente en un estado de alerta sostenido, con mal pronóstico, que en más casos de los reconocidos rompe las historias personales en fragmentos deslavazados.  

Asimismo, abundan los indicios que apuntan a que nos hemos convertido en intolerantes al dolor, al aburrimiento y, por lo tanto, a la espera. Valoramos más las expectativas por lo que aún no existe (y quizá nunca llegue a ser), que lo que la vida cotidianamente nos brinda; lo ficticio induce ambiciones inmoderadas, que, a su vez, reclaman presuntas satisfacciones inmediatas.

Ante la decepción por el desengaño de que lo ansiado no comparece al momento, ni tampoco después, nos afanamos en vías de escape, que distorsionan el sentido de cada día a fuerza de sensaciones fulminantes. La impaciencia nos conduce a sufrir de modo generalizado una falta de perspectiva vital; hemos dejado de recurrir a las luces largas de la inteligencia y la voluntad, para deambular con pasos cortos y envueltos en un ambiente atosigado, entre atormentados y perplejos. 

Lo que nos pasa es que no sabemos lo que nos pasa, como ironizaba en serio Ortega hace un siglo, para advertir que en el fondo no estábamos interesados en hacer el diagnóstico y embarcarnos en el tratamiento, sino en seguir la inercia del mundo circundante; una práctica negligente con intenso sabor local.

Por cierto, la negligencia en su etimología griega es la akedia, acedia en castellano (no confundir con el pescadito que lleva tilde), que justamente denota la flojera interior anudada por la amargura y la tristeza. Los filósofos medievales se referían con ella al mal de vivir, que ahogaba las ganas, justamente, de seguir existiendo. A base de languidez y tedio uno mismo se convierte en la carga más insoportable que ha de sobrellevar. La acedia entraña un sentimiento desolador, que tiñe nuestro espíritu, y para el que nuestro tiempo carece de resortes suficientes de cómo afrontarlo y superarlo. La educación del carácter supone hoy una prioridad social.

La satisfacción instantánea ha arrebatado el poder de nuestra subjetividad, sumida en una crisis adicional de atención, que le impide pensar cabalmente, y ha centrifugado las cavilaciones alrededor del ego, que nos alejan de la realidad y nos conducen a la autosugestión, y que opera como un pozo con magnetismo en su fondo.  

Sabemos que crecemos interiormente a base de fracasos más que de éxitos, ya que los primeros nos ayudan a tomarnos la vida con realismo y lucidez; contribuyen, en definitiva, a hacer carne de nuestra propia carne la enseñanza de que lo realmente relevante no es lo que de hecho a uno le pasa, sino cómo cada uno se toma lo que le pasa.

La actitud siempre subjetiva, por serlo de un sujeto, es el venero de los sentimientos de largo alcance y de las emociones a corto. Ese talante íntimo es capaz de trocar una plúmbea mirada en blanco y negro en la vivacidad multicolor y rebosante, que arropa la verdadera pasión por vivir; la inconfundible pasión que entreteje la ilusión con el sentido y que hincha de esperanza cada hora personal e intransferible.

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