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El feminismo es el gran relato

Imagen de una marcha feminista en Sevilla.

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“La mayoría de la gente preferiría morirse antes que pensar; de hecho es lo que hacen”. Me gustaría haber dicho esa frase, pero es de Bertrand Russell. Vivo los 8M con la alegría de ser mujer, y percibo que es un sentimiento compartido, a pesar de las desventajas que acarrea nuestra condición, incluida la más letal: el asesinato. Muchas sentimos contradicciones y nos agota repetir lo obvio, aunque descansemos un rato y sigamos repitiéndolo. Ser mujer consiste en sufrir todo eso y disfrutar del prodigio de la vida.

Hace unos días tuve la ocasión de charlar largo, pero no tendido, con María Teresa Fernández de la Vega, la primera mujer vicepresidenta del Gobierno en nuestro país. Su impulso a las políticas feministas cambió la vida de las españolas de mi generación. A sus 75 años sigue luchando por las mujeres de África con la energía intacta. Le expresé mi admiración y me emocioné al hacerlo. No es cosa de ponerme intensa, pero saber que somos herederas de las que nos precedieron y pasaremos a otras el testigo, conmueve. A partir de cierta edad, cuando quieres llorar no lloras y a veces lloras sin querer (Rubén Darío es cursi, pero esto lo precisó bien). Esto se llama trascendencia: participar de una lucha colectiva universal, que viene de atrás y continuará más allá de nuestro paso por este mundo. 

En España hay una impresionante cifra que invita al optimismo: el 48% de los hombres se considera feminista, según una encuesta europea de Ipsos. La mitad de los hombres participan de la causa, su alegría y trascendencia. Sin embargo, hay gente que no quiere pensar y morirá sin hacerlo. Hoy tienden a ser varones jóvenes. Atención porque esto es un cambio histórico: de acuerdo a los datos del Centro de Investigaciones Sociológicas, se está invirtiendo la tendencia de los años 80, cuando los hombres se ubicaban ideológicamente más a la izquierda y las mujeres más a la derecha. Aunque el CIS conserva datos empíricos sólo de las últimas cuatro décadas, se trata de una tendencia que hunde sus raíces en la historia. En la discusión sobre el voto femenino en la II República, afloró el temor al voto conservador de las mujeres, a las que se veía influidas por los sermones de los curas y la falta de libertad. El cambio de mentalidad propiciado por la revolución feminista es profundo y extenso: el fenómeno se da en numerosos países, desde EEUU hasta Corea del Sur, pasando por Alemania. Sus repercusiones se sentirán en las próximas décadas, porque la tendencia es tan de fondo que no se revertirá de un año para otro.

Cuando se pregunta a los expertos por qué las mujeres han virado hacia la izquierda mientras los hombres se hacen más conservadores, se suele aludir a razones coyunturales. La más obvia es la reacción antifeminista: a casi cualquier movimiento de consecuencias revolucionarias le ha seguido una reacción. También se apunta al distinto pasto intelectual con que se nutren los chicos y las chicas, en un ecosistema informativo que tiende a reforzar nuestras ideas previas. 

Todas esas causas y otras están en el fondo de ese cambio radical, pero hay algo más. La gente no suele hacer el menor caso a los filósofos –a veces con razón porque algunos son muy pelmazos–. Pero nunca hay que perder de vista las grandes corrientes de pensamiento: acaban dando forma a nuestra comprensión cotidiana de la realidad. Lyotard publicó 'La condición posmoderna' a finales de los 70. Mientras él estaba encerrado en su despacho escribiendo, fuera estaban ocurriendo acontecimientos como la lucha por los derechos civiles, contra el racismo y, lo más relevante, en ese contexto de reivindicación de la igualdad estaba creciendo una nueva oleada de feminismo. Mientras Lyotard auguraba el fin de los grandes relatos –con su aliento de trascendencia y emancipación–, las mujeres construían su gran relato. Mientras los hombres blancos se resignaban, desilusionados, a sobrevivir con pequeños relatos que no dan sentido a la vida, el feminismo empezaba a convertirse en un gran relato. Hoy es el que de forma más visible no sólo sigue en pie, sino que crece y se fortalece cada año. 

Resulta casi imposible ser una mujer hoy y no tener fe en que es posible emanciparse y alcanzar la libertad, o al menos ampliarla sustancialmente. Para las mujeres el progreso no es una idea, sino una realidad tangible y disfrutable: ¿cómo no ser progresistas? En cambio, los hombres de hoy no tienen un gran relato que dé trascendencia a sus vidas, salvo que abracen la causa feminista En los casos agudos, ni quieren ver la mejora que el feminismo ha traído a sus vidas. A ese varón blanco le queda poco más que el nihilismo y la nostalgia. El sistema les ofrece codicia e individualismo, así como el liderazgo de otros hombres blancos que construyen su discurso reaccionario sobre esa frustración, transformándola en rabia. Como meta vital no es muy edificante. Esos hombres convencidos de que las mujeres hemos llegado demasiado lejos, suspiran en el alféizar de su ventana evocando el arquetipo masculino de héroe arrojado que ya no podrán replicar. Pero si antes de morir decidieran pensar un poco, llegarían a la conclusión de que viven presos del miedo: a evolucionar, a perder su identidad o a perder sus privilegios y verse a solas con su talento. Los hombres valientes de hoy son feministas.

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