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No fue el feto quien mató a la madre

Beatriz Gimeno

Escritora, activista feminista y lesbiana, blogera; expresidenta de la FELGTB —

Que la vida de una mujer vale menos que la de un hombre es una realidad empírica, fácilmente comprobable en las cifras de feminicidio, de malos tratos, de infanticidios de niñas y en las de la diferencia de trato en cuanto a alimentación, atención médica, seguridad, inviolabilidad corporal etc., entre hombres y mujeres. Pero la vida de una mujer no sólo vale menos que la de un hombre, vale menos también que la de un feto, incluso que la de un feto inviable. Es tanto como decir que la vida de una mujer no vale nada.

En Irlanda, el sistema -y en su nombre las castas médica y política- tomaron la semana pasada la decisión de sacrificar la vida de una mujer de 31 años antes que practicarle el aborto que necesitaba, y deseaba, para seguir viviendo. Decidieron conscientemente no salvarle la vida, pudiendo hacerlo, la mataron. Dicen que la constitución irlandesa pone en el mismo plano al embrión y a la mujer gestante, lo cual es de por sí inhumano.

Significa poner en el mismo plano una vida humana plena frente a un proyecto de vida humana, que puede llegar a serlo o no, significa cosificar a las mujeres hasta el punto de considerarlas máquinas portadoras de una posible futura vida que crece en sus cuerpos y negarles cualquier decisión sobre sus propios cuerpos, sobre sus propias vidas.

Pero en todo caso, lo que dice la constitución es mentira, como acabamos de ver. Se ha puesto el supuesto derecho de un feto (que además no tenía ninguna posibilidad de sobrevivir, como reconocieron los médicos), por encima del derecho de esta mujer a continuar con vida, se la ha matado en nombre de una ideología llamada provida que lo que busca, en realidad, es la muerte civil de las mujeres, su sumisión a un orden de dominación. ¿Cómo conseguirlo? Sabemos de sobra cómo, las estrategias están claras. Pero la lucha por no permitir que las mujeres se apropien completamente de sus cuerpos es la más agresiva de entre todas las que se utilizan. La más definitoria también, por eso ahí la lucha es a cara de perro.

Tendremos el voto y autonomía económica (más o menos, siempre menos), tendremos acceso a ciertas y escasas cuotas de poder, tendremos derecho a ser sexualmente autónomas. En todos esos campos la lucha por no ceder espacios es brutal como acabamos de ver con las resistencias por parte de muchos gobiernos a aceptar las cuotas de mujeres en los consejos de administración de las empresas… pero, aunque tengamos eso o podamos creer que tenemos algo de eso, el sistema sigue declarando que nuestra vida vale menos que la de un feto.

Es un mensaje claro. Aquellas legislaciones que prohíben el aborto en todos los casos, o que reconocen que la vida del embrión o del feto son “tan valiosos” como la de la madre, es obvio que consideran que las mujeres son personas menos valiosas que aquellos, puesto que en caso de que sea necesario elegir -como ha sido el caso en Irlanda- se opta por el feto.

Para poder hacerlo, para ser capaces de dejar morir a esta mujer, o de destrozar las vidas de otras tantas, los médicos y antes las leyes han tenido previamente que deshumanizarlas, que convertir a las mujeres en meros recipientes portadores, sobre todo, de una ideología, de un modelo de sociedad, el propio de los antiabortistas. Para que esto pudiera ocurrir, el sistema tuvo antes que considerar que la vida entera de esta mujer (de cualquier mujer embarazada) tiene que ponerse a disposición, quiera o no quiera, del embrión primero, del feto después. Aquí ella, la vida de ella, no cuenta, aquí ella no es nada. No hay un “ella” en realidad ya que no tiene voluntad reconocida; hay un útero del que la sociedad (patriarcal naturalmente) dispone.

Aquí ella es un ser humano cuyo valor como tal parece quedar “en suspenso” durante los nueve meses de embarazo, prevaleciendo en este caso el supuesto derecho de una vida futura sobre el derecho concreto y muy real de una vida completa; claro que hablamos de una vida de mujer y por tanto nunca completa. Como afirmó la norteamericana (y republicana por cierto) Marjorie Bell Chambers respecto al tan mentado derecho a la vida del feto: “Parece que todos los seres humanos tienen derecho indiscutible a la vida… excepto las mujeres embarazadas”. El cuerpo de la mujer aquí se hace transparente, se le vacía de voluntad, se le atraviesa por un poder externo a ella, se convierte en algo inerme; se ignoran los derechos de una vida ya construida, inmersa en una historia personal, para imponer sobre ella un mandato social patriarcal.

Nada de esto es nuevo pues en todas las sociedades los cuerpos de las mujeres tienen un valor simbólico como lugar de ejercicio del poder patriarcal y, dependiendo de la fuerza y extensión de éste en cada sociedad, así se usan. En nuestras sociedades los varones se ven en una situación relativamente nueva en la que su puesto de único proveedor familiar está siendo fuertemente cuestionado. La globalización y su fuerte desregulación y precarización, al tiempo que el avance del feminismo, están situando a los varones en una posición de fragilidad identitaria en la que cada vez más ocupan lo que Celia Amorós ha llamado una “posición mujer”.

El neomachismo, la violencia, el aumento del uso de la prostitución, así como la ofensiva antiabortista no son más que los intentos de volver a controlar los cuerpos femeninos para así poder controlar algo. La vida del feto no es más que la excusa para conseguir mantener ese ámbito de dominio. Un país que sitúa la vida de los no nacidos por encima de las mujeres que los gestan, no tiene más respeto democrático por su población femenina que el que puede tener Arabia Saudí o Afganistán.

Pero más allá de esta neurosis patriarcal las mujeres sólo podremos ser iguales cuando nuestros cuerpos sean enteramente nuestros y nadie pueda exigirnos que los pongamos al servicio de ninguna idea, de ninguna ideología, de ningún proyecto externo, de ninguna otra voluntad que aquella que lo encarna.

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