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El gallina y el prisionero

Pedro Sánchez y Pablo Iglesias antes de su reunión para abordar la investidura.

Antón Losada

Con el juego de la investidura se ha llenado España, así, sin esfuerzo, de expertos en Teoría de Juegos. Abundan los análisis con referencias al conocido Chicken game o Juego del gallina o del cobarde. Ya le habrán contado más de una docena de veces y como si fuera la primera vez que se inspira en la famosa secuencia de la carrera hasta barranco de James Dean en Rebelde Sin Causa, la mítica película de Nicholas Ray. Lo mejor de la Teoría de juegos reside en que permite modelizar de manera sencilla situaciones de enorme complejidad. Lo peor es que esa sencillez invita a la alegría en el manejo.

La inspiración de Chicken game en el desafío a James Dean es cierta en cuanto al planteamiento de la situación. Aunque no tanto respecto a las consecuencias del juego. Igual que en el Dilema del prisionero, imaginar a los delincuentes encerrados en celdas diferentes, recibiendo ofertas separadas por parte del Sheriff, ayuda a entender la situación, pero no a entender su consecuencias. En el juego que se traen Pedro Sánchez y Pablo Iglesias, el problema no reside en decidir quién es James Dean, porque ninguno lo es.

La diferencia entre el Dilema del prisionero y el Juego del gallina es sutil pero determinante. En el juego del prisionero, el peor resultado posible en las percepciones de ambos jugadores consiste en cooperar mientras el otro se aprovecha. En el juego del cobarde, el peor resultado en las percepciones de ambos jugadores lo aporta que ninguno coopere; a fin de cuentas y sobre el papel, siempre será mejor sentirse traicionado que estar muerto. 

Esa sutil diferencia implica que, en las situaciones del prisionero, el resultado más estable sea la no cooperación porque, aunque consigan cooperar puntualmente, ambos jugadores tienen poderosos incentivos para traicionarse mutuamente en cualquier momento. Mientras que, en las situaciones del gallina, la cooperación resulta un resultado más frecuente y más estable puesto que, una vez conseguida, ambos jugadores carecen de incentivos para traicionarse. De hecho, una de las estrategias ante un Dilema del prisionero consiste en alterar las percepciones de los otros jugadores para tratar de convertirlo en un Juego del gallina.

Puede que, en algún momento, las negociaciones entre Sánchez e Iglesias hayan podido explicarse en términos de Juego del cobarde; seguramente más en 2016 que ahora y probablemente más en el caso del líder socialista. Hoy, ambos parecen más convencidos de afrontar un Dilema del prisionero. Lejos de percibir que el peor resultado posible para ambos reside en la no cooperación y la conveniencia de transigir para evitar un daño mutuo aún mayor, ambos parecen convencerse cada día un poco más de que el peor resultado posible para ambos reside en que uno coopere y el otro pueda aprovecharse. 

Ambos parecen seguros de que pueden ganar más culpabilizando al otro del no acuerdo que asumiendo el coste de facilitarlo cediendo ante alguna de las exigencias críticas del otro, principalmente estar o no estar en el Consejo de Ministros. Y aún hay algo peor: en el Dilema del prisionero, el resultado verdaderamente estable siempre es la traición mutua.

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