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La guerra del fútbol como metáfora

Florentino Perez, presidente del Real Madrid y promotor

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He de reconocerles que no tengo ni idea de fútbol, a pesar de que me lo paso muy bien viendo esos partidos vibrantes con jugadas que parecen trucos de magia hechos con los pies. Sobre todo disfruto cuando uno de los equipos modestos le gana a uno de los grandes. Debe ser mi querencia por los “perdedores” de la vida o quizás el profundo desprecio que siento por los “triunfócratas”, que en el fútbol abundan. 

He dudado sobre la oportunidad de meter la nariz en este debate. Pero mientras dudaba, he recordado las reflexiones de Daniel Innerarity en “Una teoría de la democracia compleja”, recuperadas después en sus artículos con motivo de la pandemia. En democracia los debates no deben restringirse a los expertos. Entre otras cosas porque, además del conocimiento experto, la toma de decisiones debe atender a los diferentes intereses en juego. 

Lo que me parece ver, desde mi mirada de inexperto, es que esta guerra comercial por el negocio del fútbol tiene mucho de metáfora y explica muchos de los procesos económicos y sociales hoy dominantes. 

De entrada, se trata de un proyecto empresarial que lleva fraguándose desde hace muchos años y que, ahora, la crisis de la pandemia ha acelerado. Eso mismo sucede en otros ámbitos, algunos muy visibles como la digitalización de nuestras vidas, otros están más ocultos y aún no los vemos. Cuando, en el futuro, la historia haga balance de estos años, intuyo que en el listado de procesos desencadenados por la pandemia aparecerá esta guerra comercial. 

La Superliga es la respuesta de unas empresas globalizadas - los 12 clubs fundadores- a la crisis del negocio, fruto de la explosión de la burbuja de los derechos de televisión. Una burbuja que ya había comenzado a deshincharse antes de la pandemia y que la crisis de la Covid-19 ha pinchado del todo. Nos lo podrían explicar muy bien Jaume Roures, Tatxo Benet o los afectados por los efectos colaterales de los negocios de Mediapro en Francia. 

Cómo sucede en otros ámbitos, los clubes ricos y endeudados pretenden salir de esta crisis haciendo pagar los costes a los clubes más modestos.  

Se trata de un caso paradigmático de secesión de los ricos. Una secesión que pasa por la construcción de un gueto, en este caso deportivo, como sucede en otros ámbitos, por ejemplo, el urbanístico. Durante décadas hemos hablado de guetos refiriéndonos a los barrios pobres. Cada vez más, los guetos son de ricos que no quieren compartir sus vidas, riesgos e incertidumbres, ni con los pobres ni con las llamadas clases medias.

El negocio de la Superliga supone un paso más en el proceso de hipermercantilización de nuestra sociedad. La competición ya había quedado muy tocada por la desigual musculatura económica de los clubes provocada por la entrada de grandes inversores globales. Ahora, lo que queda de competición propiamente deportiva puede desaparecer, aplastada por el mercado, como Dios absoluto que todo lo gobierna y controla. 

También me parece ver una apuesta clara por la autorregulación privada con la que el capitalismo pretende la expulsión del poder público de cualquier función regulatoria. Los mecanismos de gestión del proyecto que se ha hecho público me han recordado a los Tratados internacionales de inversión (mal llamados de libre comercio). Y su apuesta por los sistemas privados de arbitraje, con la exclusión de los Tribunales de Justicia cuando están en juego los intereses de inversores internacionales frente a los estados. 

Asistimos a una batalla entre un capitalismo global financiarizado -basta ver el impacto que el anuncio ha tenido en la capitalización bursátil de las empresas cotizadas- y las estructuras de la UEFA a las que sus críticos imputan, no sin razón, dinámicas económicas medievales y actitudes feudales. 

En el debate de estas últimas horas detecto argumentos muy sobados. A Florentino, el presidente de la Superliga, le escucho decir que el negocio es una pirámide en la que, si los de arriba ganan mucho, los de abajo también recibirán algunos beneficios. ¿Les suena de algo? 

En contra, descubro a destacados defensores del “statu quo” que hace poco justificaban, por razones de rentabilidad económica, la celebración de la Supercopa de España en Arabia Saudí, defender las esencias de la competición futbolística. 

La Superliga, como hacen otras empresas transnacionales, pretende aprovecharse de la oportunidad de dumping que ofrece el déficit en la construcción fiscal de Europa. Al parecer, la empresa propietaria tiene su sede en España, pero la empresa que dentro del holding comerciaría los derechos televisivos tendrá domicilio fiscal en Holanda, país en el que no tiene ni domicilio ni actividad ninguno de los clubes ni de las empresas propietarias de la Superliga. Parece obvio que se trata de una estructura societaria que pretende minimizar su tributación por la vía de la elusión fiscal. 

Esta guerra comercial confirma una vez más que la meritocracia es en nuestra sociedad una gran trampa ideológica para justificar los brutales niveles de desigualdad que produce el sistema capitalista. Hace tiempo que el fútbol profesional perdió su componente meritocrático de competición entre iguales, pero la Superliga lo entierra definitivamente. Los clubes fundadores mantendrán su derecho a competir en el gueto de los ricos, con exclusión de los clubes modestos. Eso con independencia de los resultados de la competición, o sea de sus méritos. Sus promotores hablan de estrategias competitivas, pero se avanza en la oligopolización. Como explica muy bien el filósofo del fútbol, Marcelo Bielsa, solo hay competencia cuando los débiles pueden competir con los poderosos. Algo que no sucederá en la Superliga. 

En la reacción defensiva de los gobiernos europeos me parece ver indicios de la crisis de identidad de los estados nacionales y sus instituciones ante los avances de una economía globalizada y una sociedad hipermercantilizada. 

Entre las muchas similitudes también me parece detectar en este debate unas dosis importantes de fariseísmo.

Algunas de las reacciones de estas últimas horas me han recordado una de las imágenes más sublimes de la película Casablanca. Recuerden, el capitán Renault, de la gendarmería francesa, entra en el café, propiedad de Rick (Bogart), y ordena su cierre con estas palabras. “Que escándalo, que escándalo, he descubierto que aquí se juega”. Para acabar de rematarlo, la escena termina con un empleado del café entregándole al gendarme un sobre que acompaña con estas palabras: “sus ganancias, señor”. 

Todo apunta a que entramos en un proceso de dura negociación en esta batalla comercial. Los defensores del fútbol como competición deportiva y los clubes modestos harían bien en no dejar la defensa de sus intereses en mano de la Liga de Fútbol Profesional (LFP) o de la UEFA. No sea que suceda como en el conflicto entre la aristocracia y la burguesía del siglo XIX, que acabó pagando la clase obrera, con un aumento de la desigualdad de renta y riqueza muy distante de las promesas de igualdad hechas por la revolución francesa. 

En este caso el principal riesgo es que esta guerra comercial acabe con la habitual socialización de pérdidas privadas que acompaña a las crisis. Por la vía de la transferencia de recursos públicos para salvar a clubs de futbol en crisis. 

Estemos bien atentos a la cartera y disculpen el abuso de la metáfora. 

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