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¿Es Hollande un traidor?

Pau Marí-Klose

Hollande ha anunciado que no se presentará a la reelección. Se trata de una anomalía en un país donde desde 1974 todos los presidentes (Giscard d’Estaign, Mitterrand, Chirac y Sarkozy) han optado a la reelección tras su primer mandato (y solo Sarkozy fracasó en su intento). Probablemente se trataba de una decisión inevitable para Hollande, que le ahorra una dolorosa derrota en la primera ronda de las presidenciales (en caso de haber superado las primarias de su partido).

Hollande ha sido acusado de defraudar las expectativas de la ciudadanía y de aplicar un programa liberal, alejado de las tradiciones de la socialdemocracia. El juicio que ha merecido su presidencia admite generalmente pocos matices. Las críticas han sido extraordinariamente duras desde el inicio de su mandato, pero se han acentuado especialmente desde que Manuel Valls asumiera la dirección del Ejecutivo. Valls tiene una merecida reputación de político socioliberal, ganada a pulso por su indisimulado empeño en introducir en la agenda socialdemócrata planteamientos liberales. Admirador devoto de Blair y de Clinton, ha prodigado declaraciones en que reivindicaba el papel de la responsabilidad individual, la necesidad de reforzar la seguridad ciudadana o apostaba por el control de la inmigración. Suya es una famosa frase en la City de Londres en que proclamaba solemnemente (en inglés) que su gobierno era pro-business.

No hay que buscar mucho en la etapa de Hollande para encontrar “pruebas” que acreditan un acercamiento a postulados ajenos a la socialdemocracia francesa tradicional. Hollande pertenece a una estirpe de nuevos políticos socialdemócratas que no han escondido su obsesión por fomentar la competitividad. La premisa ideológica de semejante obsesión es que la mejor forma de repartir y promover la justicia social es hacerlo después de haber asegurado cotas elevadas de crecimiento.

Resulta tentador vincular este planteamiento a la reorientación de las políticas socialdemócratas que representó la Tercera Vía en el Reino Unido o la Neue Mitte de Schroeder en Alemania. Pero el giro programático, que implicó la renuncia a recetas keynesianas y la apuesta por políticas de oferta para mejorar la competitividad, es anterior y mucho más generalizado. Había comenzado ya en la década de los ochenta en diversos países: Hawke en Australia, Lange en Nueva Zelanda, Vranitzsky en Austria, Carlsson en Suecia, González en España, o incluso Rocard en Francia. Todos toman un nuevo rumbo tras comprobar el estrepitoso fracaso de las políticas intervencionistas clásicas adoptadas durante los primeros meses del gobierno Mauroy en 1981, bajo la presidencia de Mitterrand.

Hollande se ha aplicado a fondo para reflotar la competitividad de la economía francesa, bastante maltrecha en los últimos años cuando se la compara con la de países de su entorno, especialmente en sectores empresariales exportadores y de alto valor añadido. Las iniciativas en este campo, que a ojos de muchos tienen un tinte marcadamente “liberal”, coexisten con una agenda bastante ambiciosa de medidas de corte socialdemócrata clásico, encaminadas a promover la justicia social y el horizonte vital de los más vulnerables.

Una de las iniciativas más controvertidas de Hollande ha sido la introducción de desgravaciones por valor de 20.000 millones sobre las cotizaciones sociales de las empresas con el fin de mejorar su competitividad. La iniciativa se enmarca en un paquete (Pacte compétitivité-emploi) encaminado a reducir los costes laborales, que a juicio de muchos analistas son el principal factor responsable de la pérdida de competitividad de la industria francesa.

Pero junto a este tratamiento favorable al tejido productivo francés, Hollande no ha renunciado a buscar nuevas bases fiscales para financiar sus políticas entre los grupos más favorecidos. Aparte de eliminar exenciones fiscales introducidas por los gobiernos de Sarkozy, incrementó el tipo marginal a ingresos superiores a 150.000 euros al 45%. Intentó introducir un “impuesto a millonarios” (con un gravamen del 75%), pero su iniciativa fue declarada inconstitucional, tras levantar gran polvareda entre famosos e influyentes millonarios (la medida provocó una amenaza de huelga de los clubs de fútbol y la petición del actor Gerard Depardieu a Putin de que le fuera concedida la ciudadanía rusa en protesta contra el proyecto). En una segunda intentona Hollande consiguió aprobar una ley que gravaba a las empresas que pagaban sueldos superiores a un millón de euros, aunque el alcance recaudatorio de la ley era significativamente menor.

Hollande y su Gobierno han soliviantado a sectores de su partido y a parte de su propio electorado con una reforma laboral (la ley El Kohmri) que promueve la negociación laboral a nivel de empresa (y con ello la flexibilidad interna) y abarata el despido, lo que en un contexto como el francés caracterizado por su elevada protección laboral, ha sido interpretado como un ataque a conquistas sociales de la clase trabajadora.

Pero no hay que pasar por alto los enormes problemas del mercado de trabajo francés que esta reforma aborda, y en particular, los elevados niveles de segmentación, que condenan a la precariedad y la falta de perspectivas a capas muy importantes de población outsider, especialmente joven e inmigrante. En este sentido, la nueva ley vino acompañada de un tratamiento fiscal desfavorable a los contratos temporales para desincentivar su uso, medidas ambiciosas para reforzar la protección de derechos de los desempleados, generosas subvenciones a los procesos de formación y aprendizaje en las empresas, o la expansión de la “Garantía Juvenil”.

Las iniciativas de Hollande han levantado ampollas en otros colectivos “protegidos”. Un buen ejemplo es la Ley Macron. Promovida con el objetivo de introducir elementos de flexibilidad y competencia en mercados altamente regulados, la ley desató una movilización sin precedentes por parte de profesionales del ámbito legal, encabezados por los notarios.

Pero la agenda de Hollande presenta también enfoques programáticamente más próximos a los que despliega tradicionalmente la socialdemocracia en otros países. Así, unas de sus primeras medidas fue revertir (parcialmente) el aplazamiento de la edad de jubilación desde los 60 a los 62 años (promovido en la etapa Sarkozy), permitiendo que los trabajadores con historiales contributivos de al menos 40 años pudieran anticipar la jubilación a los 60 años.

Igualmente, para dar cumplimiento a una de sus promesas estrella de campaña, una de las primeras medidas de Hollande al llegar al gobierno fue el incremento del salario mínimo para compensar la pérdida de poder adquisitivo de los trabajadores con las remuneraciones más bajas (la medida benefició a unos dos millones de trabajadores). Con ello Francia pasaba a tener el salario mínimo más alto de Europa, después de Luxemburgo.

Una de sus medidas con sello progresista más ambiciosas ha sido una nueva ley educativa, mimada presupuestariamente para dotar a las escuelas de más personal y reforzar apoyos económicos para el estudio. Aunque la reforma resultó enormemente polémica por la intención de la ministra Belkacem de introducir en el currículo la enseñanza de los orígenes y expansión del Islam, el objetivo principal de la misma, explícito en distintas declaraciones de los ministros socialistas, ha sido promover la igualdad de oportunidades para posibilitar que la escuela deje de reproducir desigualdades profundamente arraigadas en la sociedad francesa.

Nada indica que las actuaciones del Gobierno francés en esta etapa hayan incidido negativamente sobre los niveles desigualdad o pobreza. El coeficiente de Gini ha descendido del 30,5 en 2011 al 29,2 en 2014, y la pobreza relativa del 14,1% al 13,6%. Si bien es indudable el giro centrista que Hollande imprime a alguna de las políticas tradicionales del PS, parece injusto juzgar a sus gobiernos solo por sus declaraciones o iniciativas más controvertidas. Los gobiernos de Hollande han apostado claramente por la contención del gasto público. Pero lo hacen en un marco excepcional. Con un 57% del PIB en 2015, Francia es, junto a Finlandia, el país de la UE que destina partidas más grandes al gasto público. El 33,7% representa gasto social, nivel que se ha mantenido prácticamente inalterado durante toda la etapa de gobiernos socialistas.

Al margen de los desaciertos que sin duda sus gobiernos han tenido, Hollande parece haberse enfrentado a algunos de los fantasmas que hostigan a la socialdemocracia en occidente durante los últimos años de crisis. Las medidas de desregulación que ha promovido para fomentar la competitividad han soliviantado los ánimos tanto de poderosos “intereses creados” como los de algunos de sus bases de apoyo tradicionales, sin que haya sabido construir coaliciones electorales alternativas. Lejos de eso, los socialistas han mostrado torpeza para persuadir a colectivos vulnerables de que sus políticas iban encaminadas a mejorar su condición actual y sus horizontes vitales, anclados como están en una retórica tecnocrática que les dificulta comunicar los beneficios de sus políticas en términos que sus votantes puedan entender y con los que se puedan identificar.

Frente a ellos, se ha alzado con paso firme la retórica populista y xenófoba del Frente Nacional. Con mensajes simples, maniqueos y cargados de sentimentalismo, Marine Le Pen logra galvanizar los malestares y los miedos de contingentes cada vez más voluminosos de ciudadanos que se sienten vulnerables en un mundo globalizado y expresan desafección frente a unas reformas cuyos objetivos no aciertan a comprender y cuyos resultados (nunca inmediatos) no terminan de ver.

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