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¡Ya era hora!

Rosa Paz

Hace tiempo que quedó más que demostrado que las sanciones internacionales a los países o sistemas que no les gustan a los que las imponen suelen suponer sufrimiento para los ciudadanos y, prolongadas en el tiempo, acaban por ensalzar el nacionalismo interior y fortalecer la adhesión inquebrantable a sus gobernantes. Es el caso de Cuba e Irán y de los embargos impuestos por Estados Unidos, que Barack Obama está dando por finiquitados en los últimos días. Los expertos dicen que Obama se atreve a hacerlo ahora –pese a la oposición de la mayoría republicana del Congreso de su país, del lobby cubano y del Gobierno de Israel– porque le faltan menos de dos años para finalizar su segundo mandato y quiere dejar un legado nítido.

Puede que tengan razón. Pero Obama podría haberse centrado en otros asuntos para pasar a la historia por algo más que por ser el primer presidente negro de Estados Unidos –que ya es mucho– y ha tenido el acierto de elegir la reanudación de relaciones con Cuba e Irán. No merecerá por ello el Premio Nobel de la Paz –que le otorgaron sin ningún sentido nada más estrenarse en el poder– pero es de agradecer que haya propiciado la distensión con esos dos países y, de paso, una forma distinta de entender las relaciones internacionales, con ese cambio en la política exterior de su país. Porque una vez que Estados Unidos da el paso para reanudar los tratos diplomáticos con estos dos países, la llamada comunidad internacional seguirá sin rechistar por ese camino trazado.

En lo que concierne a Cuba, ya era hora de que Estados Unidos abandonara el cruel y estúpido embargo –aún lo tiene que ratificar el Congreso–, que no se justificaba más que por una extraña obsesión de los políticos estadounidenses con los Castro, por el peso de la comunidad de exiliados cubanos de Miami y por el escaso interés económico de Cuba para sus distantes vecinos. Porque un presidente republicano, tan antipático como Richard Nixon, viajó a Pekín en 1972 para reunirse con Mao y normalizar las relaciones entre los dos países, sin que le provocase ningún problema a su conservadora conciencia tratar con un revolucionario comunista, el mismísimo Mao, dado que el intercambio comercial iba a reportarle a su país excelentes beneficios.

Han pasado cuarenta y tres años de aquella visita a China y parecía claro, por la perseverancia en el embargo a la isla, que a los gobernantes de Estados Unidos solo les molestaba el comunismo que habla español. Ahora se está poniendo fin a más de medio siglo de sanciones con el reconocimiento explícito del Gobierno de Obama de que esas políticas han sido un error.

La audacia demostrada por Obama en los últimos meses con el desbloqueo de las relaciones con Cuba e Irán vale también para reflexionar sobre qué puede y qué no puede hacer un presidente de los Estados Unidos, aparentemente tan poderoso como para declarar una guerra o invadir un país, como hizo su antecesor Georges W. Bush en Irak, e incapaz de cerrar la cárcel de Guantánamo o de hacer una reforma de la sanidad que alcance a todos los ciudadanos de su país.

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