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Los huevos cuadrados del Pato Donald

Santiago Abascal, ante la estatua de Don Pelayo en Covadonga.

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Nunca ha habido tanta gente con perilla como en los cuadros de Van Dyck. Durante mucho tiempo, a Van Dyck, el pintor flamenco, lo había confundido yo con Van Dyke, que era el deshollinador de Mary Poppins; pero vivieron en épocas diferentes, como Vox y el resto de la humanidad (exceptuando pactos). Cuando alguien cree que habita en el futuro, lo más probable es que viva en el pasado. Es también una paradoja literaria. Y científica, los astrónomos han explicado que, muchas veces, nos llega la luz de estrellas que ya no existen.

Actualmente, la perilla ha acabado refugiada en el frikismo, que es tierra de acogida de todos los idealismos que nunca fueron expresados. Pero, durante los años 90 del siglo pasado, la perilla se puso de moda desde el cabo de Gata hasta Finisterre, y no había español sin su plaza de parking, ni su perilla. Durante esos mismos días, la mundialización hizo acto de presencia en nuestras vidas, de ahí el éxito de la perilla, que globaliza la cara. Ya no hacía falta ser leninista para llevarla. La globalización había acabado con el internacionalismo.

También debe aquel triunfo la perilla a cierta añoranza del hidalgo. Fue entonces cuando empezaron a editarse las novelas del capitán Alatriste, de Arturo Pérez-Reverte. Con una España nostálgica, cansada de socialismo (el socialismo ya ni siquiera lo querían los rusos), Aznar fue proclamado presidente de Gobierno. Desde Mark Spitz, a la gente con bigote siempre se la proclama. A los demás se los nombra, o se los designa. A finales del siglo XX, el mundo occidental iba a conocer el milenarismo por segunda vez; pero lo que, en el año 1000, había consistido en temer y confiarse al poder divino era, ahora, pánico e incertidumbre ante el poder superior y velado de los mercados. Se temía y se confiaba en ellos, en partes no muy iguales.

A medida que la globalización se imponía, los políticos perdían autoridad en sus países, y la gente dejaba de creer en ellos (en los políticos, no en los países, esa es una de las trampas del mundo global). Así, la política se convertía en un juego de segunda categoría, y la población se entregaba a otros juegos más domésticos, más divertidos, manejables. Las casas se llenaron de consolas. Era mejor lo que se tenía a mano que lo inconcreto, lo que requería no cejar, creer en algo. Incapacitada para cautivar con las ideas, para proporcionar nuevos ideales, la clase política se lanzó a ofrecer sentimientos y emociones. Es la política que se practica ahora. También por eso, hoy, la gente salta como una fiera cuando considera heridos sus sentimientos. La educación sentimental ya no es sinónimo de biografía, sino de código penal.

El fin del socialismo, de las socialdemocracias en el mundo globalizado, trajo su propia paradoja: la proclamación del fin del trabajo. Amputándoles su esencia, no habría vuelta atrás. Era una forma de hacer mentir a la historia, una manera de borrar esa palabra y la idea de clase trabajadora. Más tarde, bajo el mandato de Rajoy, el Designado, el ministerio de Trabajo pasaría a llamarse ministerio de Empleo. En eso consistía el fin del trabajo.

Los sindicatos lo entendían de otra manera y propugnaron trabajar menos para trabajar más, y su discurso prosperó como mantra. Cuanta más esperanza se tenía en esta propuesta, la realidad se acercaba más a lo contrario, y la gente trabajaba más horas con contratos de menos duración. Trabajar más para tener menos trabajo. El signo de nuestro tiempo convierte a las cosas en sus contrarias, y lo que sucede no es lo que se ve. Está sucediendo, lo estás viendo. Pero no era en la televisión donde estaba el secreto del fuego, que tanto anhelaba Rey Louie. Todo ha estado, desde los tiempos de Aute, en los libros. Todo estaba en las novelas de Graham Greene. Lo que no es ministerio del miedo es el revés de la trama.

En 1995, el sociólogo Jeremy Rifkin publicó su primer best-seller, titulado 'El fin del trabajo' (edición española en Paidós, 1997). Jeremy Rifkin no era rojo, pero era de Colorado. La luz siempre nos llega de estrellas que ya no existen. Los optimistas creían que trabajar menos iba a llenar de tiempo libre la vida de las personas. Pero todo ese tiempo de no-trabajo (por llamarlo de alguna manera) no fue llenado, sino rellenado. Queriendo llamar cultura a todo, instalando en las grandes ciudades centros comerciales especializados en cultura, se consiguió desmantelar la cultura para convertirla en ocio. Si hoy entramos en algunas de esas grandes superficies que se erigieron en difusoras de la cultura, comprobaremos que apenas tienen lo que ellas mismas llamaron productos culturales. Claro que la cultura subsiste en las pequeñas librerías (y no tan pequeñas), en los proyectos personales de mucha gente. Se le llama atomización del mercado, como si hubiera caído sobre la cultura una bomba atómica.

William Burroughs decía, en su libro 'Tierras del Occidente', publicado a finales de los años 80, que la bomba atómica fragmentó, atomizó, nuestras vidas y nuestro tiempo. Quizá esta reflexión influyó en Derrida, cuando, a principios de los 90, convirtió en un leit motiv de su libro 'Espectros de Marx' la cita de Hamlet, the time is out of joint. La tomó en francés de la traducción del poeta Yves Bonnefoy, le temps est hors de ses gonds (y en la versión en castellano se tradujo como el tiempo está fuera de quicio). Pero décadas antes, en 1959, cuando aún no se había convertido en un autor de culto, y su obra era considerada subgénero, ciencia-ficción, Philip K. Dick había utilizado esa frase para dar título a una de sus impactantes novelas, 'Time out of Join', que aquí se editaría como 'Tiempo desarticulado'.

De la desintegración de la cultura, de la desarticulación de la memoria, es decir, del tiempo, viene que una película sobre la muñeca Barbie y otra sobre el físico teórico Oppenheimer aparezcan de la mano, y que vestirse de rosa en la cola del cine resulte contestatario o, cuando menos, reivindicativo. Sucede porque el ocio desempeña el papel de la cultura, como el empleo sustituyó al trabajo.

Igual que Galactus, el devorador de mundos, archienemigo de los Cuatro Fantásticos, Oppenheimer exclamaría: “Ahora me he convertido en la muerte, el destructor de mundos”. Es una cita de la Bhagavad-gītā, un texto sagrado del hinduismo. Nuestra historia, todos nuestros siglos, se articulan en los tebeos, lo quieran estos o no. En la antigua traducción española de los Cuatro Fantásticos, a su otro enemigo, el Dr. Doom, se le llamó Doctor Muerte. Aplicaba la magia a la tecnología. 

La guerra de Ucrania, y las amenazas de Putin, han reactivado hoy el miedo a la guerra nuclear. En 1949, la Unión Soviética probó su primera bomba atómica. Fue el año en que se publicó la aventura más célebre del Pato Donald, 'Lost in the Andes'. Aquí se tradujo como 'Andes lo que andes, no andes por los Andes'. Donald viajaba con sus sobrinos a través de los escarpados senderos andinos en busca de los huevos cuadrados que ponían unas gallinas cuadradas. Es una fantasía de dibujante (en este caso, era Carl Barks); pero la idea también estaba, desde años antes, en el modelo del átomo cúbico (una teoría desarrollada por el fisicoquímico Lewis), y asimismo aparecería poco después en los cuadros de Dalí, por ejemplo, en Crucifixión o Corpus hypercubicus.

Esta semana ha muerto William Friedkin, el director de El exorcista y, no lo olvidemos, de The French Connection. Ahora ya nadie se acuerda de la perilla de Fernando Rey. Una perilla, hoy, únicamente la llevan Johnny Deep y el Doctor Extraño, mago y amigo de los Cuatro Fantásticos. Bueno, y Tony Stark, pero sólo se le ve si se quita el traje de Iron Man. Quizá, nadie la vaya a llevar jamás con el aplomo de Mike, el tipo duro de Breaking Bad (la perilla del protagonista, Walter White, es un peluche comparada con la suya). También la lleva la vieja resistencia de camiseta negra y gustos extravagantes. ¿Resistencia a qué? A cambiar de nombre.

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