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Soy humana

La primera ministra de Nueva Zelanda, la laborista Jacinda Ardern, que abandonará el cargo el 7 de febrero. EFE/EPA/DAVID ROWLAND

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“Soy humana” dijo Jacinda Arden mientras dimitía como primera ministra de Nueva Zelanda. “Soy humana y yo también echo de menos la alegría y la diversión”, dijo Sanna Marin este verano mientras pedía disculpas por echarse unos bailes con sus amigas. ‘Ser humana’ como disculpa válida para no seguir en política o para justificar los errores que se cometen. A cualquier persona que tenga un mínimo de sentido de la ética y la justicia cuando escucha ‘soy humana’ como una disculpa se le tienen que abrir las carnes. Ninguna palabra es casual. El simple planteamiento de la humanidad de una persona como incompatibilidad para la política debería sacudirnos.

La dificultad de las mujeres para compatibilizar la vida personal con el trabajo es una realidad en casi todos los sectores laborales. Ahora bien, la política no es un sector laboral. Nuestro sistema democrático toma cuerpo en nuestros representantes políticos en parlamentos e instituciones. La ausencia o desigualdad de las mujeres en la representación política es un fracaso conceptual y práctico de la democracia representativa. Eso ya debería ser suficiente para tomarnos en serio la participación en igualdad de las mujeres en política. Pero es que, además, es necesario tener en cuenta que solo desde la política podemos actuar para acabar con la desigualdad en el resto de los ámbitos de la sociedad.

Es cierto que la desigualdad de género, la conciliación o la violencia contra las mujeres no son temas que solo puedan ser defendidos en el espacio público por las mujeres. Pero lo cierto es, y ahí están los diarios de sesiones para corroborarlo, que hasta que las mujeres no han llegado a las instituciones, los temas que afectan a la desigualdad de género han estado fuera de la agenda política. El sistema democrático fue construido por varones, con sus reglas, normas y modos de actuación. Son muchas las mujeres que se sienten ajenas en espacios que fueron construidos sin nosotras. Las mujeres deberían abandonar la política por las mismas razones que los hombres, no porque estén agotadas, porque el acoso haga mella en su salud o porque quieran tener y cuidar hijos. Son todavía muchas las normas que cambiar, muchas las reglas que hay que desmontar hasta alcanzar la igualdad en política. 

Nos enseñó Celia Amorós que el feminismo no cuestiona las decisiones individuales de las mujeres, sino las razones que obligan a tomarlas. Elijamos bien desde donde miramos la desigualdad. Pensemos en esas razones que llevan a las mujeres a abandonar la política, observemos la estructura que permite el odio, el acoso y el hostigamiento. Tengamos como objetivo cambiar el andamiaje que sostiene la actividad política y saquemos de todo juicio las decisiones individuales de las mujeres que, casi siempre, hacen lo que pueden.

El feminismo no te da la vida: te la devuelve. Te devuelve la vida que te han quitado los estereotipos, las expectativas, los mandatos sociales. El feminismo es -sobre todo- un compromiso. Compromiso con las mujeres y con su derechos, con las que estamos y con las que vendrán. Y el feminismo conlleva también compromiso con una misma: con una vida en la que el deseo y las necesidades propias están en el centro. Con una vida sin culpa, con disfrute, desde la alegría, con goce. El compromiso feminista con nosotras mismas nos permite decir no, irnos, decir basta, cambiar el rumbo de nuestra vida si no estamos satisfechas, si no nos reconocemos, si no somos felices. Incluso si eres presidenta de un país y quieres ser y parecer humana. 

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