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El incierto futuro de UGT... Y también de CC OO

El secretario general de UGT, Cándido Méndez. / Efe

Carlos Elordi

El escándalo creciente sobre la financiación de la UGT –y que a no mucho tardar podría afectar también a Comisiones Obreras- podría ir bastante más allá de la eventual dimisión de Cándido Méndez. Porque lo que está saliendo a la luz –aunque, hasta ahora, a través de informaciones confusas, muchas veces sesgadas y no pocas interesadas- apunta cada vez más a las claras a que tal vez desde hace más de dos décadas los dos mayores sindicatos españoles han venido financiando una buena parte de de sus gastos, posiblemente la mayoritaria, mediante la utilización para sus propios fines orgánicos, y sin que ninguna norma les permitiera hacerlo, de un porcentaje significativo de las ingentes subvenciones que reciben del Estado para atender a otras actividades.

Las sospechas sobre la existencia de esas prácticas datan de antiguo. Desde los primeros tiempos de los gobiernos de Aznar, e incluso antes, dirigentes de la derecha han agitado una y otra vez el espantajo de “cortar el grifo de dinero público” para los sindicatos, provocando siempre la reacción airada de la izquierda y de los propios interesados. Pero nunca se ha ido más allá.

Primero, porque ha sido muy difícil cuantificar las eventuales prácticas fraudulentas. Y lo sigue siendo: todas las cifras que tienen que ver con los sindicatos, desde la afiliación a sus cuentas de ingresos y gastos, son más bien hipótesis de trabajo, aproximaciones, cuando no informaciones proporcionadas por las propias centrales sin que ningún contraste externo medianamente serio las avale.

Segundo, porque el apoyo a unos sindicatos que cuando fue redactada la Constitución eran muy débiles, particularmente una UGT que había nacido de la nada, es un precepto que figura en nuestra llamada Carta Magna, lo cual habría complicado mucho cualquier intento que se hubiera hecho en la citada dirección.

Tercero, porque cualquier recorte de subvenciones a los sindicatos, o cualquier investigación sobre su utilización, habría de comportar actuaciones idénticas para con la CEOE, que gracias a la generosidad del Estado puede tener 35.000 empleados de plantilla a los que sus dirigentes pagan en muy buena medida gracias a esos fondos públicos, al tiempo que, un día sí y el otro también, exigen que se reduzca drásticamente el tamaño de las administraciones.

Y cuarto, y puede que sobre todo, porque hay muchos indicios de que las eventuales amenazas de actuaciones y recortes –en todo caso formuladas sin que trascendieran a los medios de comunicación, salvo excepciones muy puntuales, como la de dejar de pagar a los liberados de la Comunidad de Madrid que hace 4 años hizo Esperanza Aguirre- han sido más un instrumento negociador, o de presión, para que los sindicatos no rompieran la baraja, que una posibilidad real. Al menos hasta ahora. El hecho de que quienes pagan, es decir, los gobiernos –los del Estado, los de las Comunidades Autónomas y hasta los de muchos ayuntamientos, que todos ellos sufragan una u otra forma de subvención- pudieran aparecer como corresponsables de las prácticas irregulares, también ha debido ser un freno para la adopción de medidas drásticas.

Pero ese entramado de intereses amenaza ahora con venirse abajo. Porque ha entrado en juego una instancia totalmente ajena a unos y a otros, o que, en principio, debería serlo, como es la justicia. El sumario sobre el escandaloso fraude de los ERE en Andalucía que desde hace más de dos años lleva instruyendo la jueza Mercedes Alaya ha terminado con apuntar directamente a la financiación de la UGT en esa región. Y así han salido a la luz pública las irregularidades en la gestión de los fondos para cursos de formación, que hace más de dos décadas el Estado transfirió a los sindicatos, y también a la CEOE, y que son fuente de toda suerte de sospechas de prácticas fraudulentas relativas al coste real de los mismos, a las dudas sobre la realización efectiva de algunos de ellos y, sobre todo, al destino final del dinero. (Una relación muy amplia de las mismas aparece en informe sobre el asunto que en 2011 publicó la CNT, un sindicato minoritario y, por tanto excluido del reparto).

Los citados cursos constituyen la principal fuente de financiación estatal de CC OO y de UGT. Podrían haber alcanzado un total de 200 millones de euros en 2011, y se sospecha que un porcentaje significativo de esa cantidad habría servido para atender a los gastos de esos dos sindicatos. Cualquier hipótesis sobre el monto total de las eventuales prácticas fraudulentas a lo largo de los años es, como poco, aventurado, dada la opacidad de los datos y la multiplicidad de entidades estatales y administraciones financiadoras. Pero podría ser altísimo.

Más allá del morbo de algunas informaciones puntuales sobre el uso de esos fondos –como la de los maletines para el último congreso de la UGT andaluza- cabe suponer sin muchas dudas que la mayor parte de ese dinero no ha ido a manos privadas: el destino de las comisiones sindicales en los EREs andaluces cuestionados no está tan claro. Por tanto, termine donde termine el asunto, parece claro que generará pocas revelaciones sobre enriquecimientos personales de uno u otro sindicalista.

Aunque no cabe excluir que algún listillo se haya llevado su partija, da la impresión de que los fondos han ido a parar a los sindicatos en cuanto organización. Gracias a ellos han sobrevivido en épocas difíciles (que, por cierto, lo son aún más últimamente, gracias a la reforma laboral, que, de entrada, ha reducido en más de un tercio el número de trabajadores que pueden negociar convenios colectivos, privando así a los sindicatos de cualquier presencia en sus ámbitos).

En definitiva, y dejando de lado el escándalo de los ERE –que sin ser distinto en su origen, parece haber derivado en prácticas delictivas, sin más- no estaríamos ante un nuevo escándalo de corrupción al uso. Pero sí ante unas irregularidades que si se confirman a la luz pública, y más si eso ocurre en los tribunales, no sólo pondrían en cuestión la legitimidad misma de unos sindicatos que vienen financiándose mediante una trampa, por muy acordada que esté con el poder ejecutivo, sino que harían insostenible su situación. Y en el aire quedaría la pregunta de si los sindicatos pagaban de alguna manera el silencio que los gobiernos han mantenido durante tantos años ante esas prácticas.

Si la jueza Alaya pasa de las sospechas a las acusaciones, el asunto podría ampliarse a todo el resto de las federaciones de la UGT y seguramente también a CCOO. Si las antiguas sospechas se confirman por vía judicial, también quienes pagan esos fondos aparecerían como cómplices necesarios. El futuro de los polémicos cursos de formación estaría en entredicho. Y si, como colofón de ese proceso, tales cursos se suprimen o se reduce sustancialmente su cuantía, los dos mayores sindicatos podrían ir a la quiebra.

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