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Ineficacia y lobotomía

Maruja Torres

Gil de Biedma. Porque conforme envejezco “en un viejo país ineficiente, algo así como España entre dos guerras civiles”, con cada día que pasa su poema De vida beata se va haciendo realidad más y más en mí, sin duda ante el despliegue de incapacidad para la inteligencia –de hacer inteligible, de comprender, de por consiguiente colaborar para mejorar– que preside nuestra vida política. Si una sociedad, un país, una suma de autonomías como la nuestra, es la parábola de un buque de tamaño medio en donde mucha gente diversa trata de convivir sin volver al siglo diecinueve ni mucho menos al veinte, y si el renqueante cuarto de máquinas se alimenta con las decisiones que se toman en el puente de mando, y si el puente de mando y como que sea que se llame donde está el timón más bien parece el camerino de los Hermanos Marx en Una noche en la ópera, pues sí, concluiré como el poeta (aunque en plan mucho más modesto):

… en un pueblo junto al mar,

poseer una casa y poca hacienda

y memoria ninguna. No leer,

no sufrir, no escribir, no pagar cuentas

y vivir como un noble arruinado

entre las ruinas de mi inteligencia.

Como lo mío resulta mucho más modesto, diré que me conformaría con desaparecer entre las ruinas. Y si hay inteligencia, la que sea, mejor. Sería un descanso. Miro a mi alrededor, abro la oreja y sólo escucho manifestaciones maximalistas defendiendo, mediante el ataque, posturas extremas. Cómo estarán las cosas en la plaza pública –en un viejo país ineficiente, entre dos ceremonias electorales–, que empieza a cundir la especie de que Ciudadanos es un partido centrista, y su presidente, Adolfo Suárez redivivo.

Deteneos, antes de que vuestra lobotomía nos alcance. Dejadnos pensar, madurar, disentir, y permitid que no nos enroquemos, sino que nos enrosquemos para proteger lo que queda de nuestro cerebro apretándolo contra el corazón, no convirtiéndolo en parte del estómago.

Pero conforme escribo me doy cuenta de que no, todavía no. No me rindo. Porque el propio poeta escribió, en De la amistad, que:

“Pueden alzarse

las gentiles palabras

–esas que ya no dicen cosas–,

flotar ligeramente sobre el aire;

porque estamos nosotros enzarzados

en mundo, sarmentosos

de historia acumulada,

y está la compañía que formamos plena,

frondosa de presencias.

Poesía y amistad y mucho sentido del humor para lo que ya tenemos encima, para este emparedado del cerebro entre pan correoso y lechuga mustia.

Hizo falta un iceberg para hundir al Titanic. Nosotros nos apañamos solos.

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