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Hastío de la vida hacia fuera

Cristina Fallarás

Casi me alegra saber que ningún camino pudo escaparse nunca

Visibles y lejanas permanecen intactas las afueras.

JAIME GIL DE BIEDMA

Me da por recordar, será el verano, cómo era la vida en aquel tiempo en el que aún a veces solíamos estar solos, cuando si desaparecíamos un tiempo nadie nos preguntaba “¿Está pasándote algo grave?”. Recuerdo, por ejemplo, que una noche como esta del mes de julio, allá por el 98, sonó el timbre del portero automático en el viejo piso del paseo de Sant Joan y que provocó un revuelo molesto y sucio entre las palomas que dormían en rollo de la persiana exterior del patio, donde por las mañanas los vencejos jugaban a montar ferias de pueblo. Eran las dos de la mañana. “Siento no haber avisado, no encontré monedas”, se excusó él, refiriéndose a la cabina telefónica del cruce. Avisábamos poco en aquella otra vida que ya nos parecía adulta y definitiva, eran pocos los medios y muy otras las necesidades.

Pero ahora yo lo sé todo de usted, como si usted me importara un carajo, sé a qué hora hace su celebrada tortilla de patata, las opiniones que comparte con fervor, qué música estuvo acompañándole anoche mientras usted se interesaba por qué música estaba acompañando a una mujer que ni siquiera ha llegado a conocer más allá de su retrato y unas letras que va dejando caer, y a con la que jamás se encontrará.

Entonces, en aquellos tiempos que terminaron con toda probabilidad definitivamente en el invierno de 2004, nosotros tomábamos decisiones, poníamos un disco, salíamos de compras y leíamos periódicos de otra manera. Otra. Muy diferente, Rota ya. No es fácil de explicar. Por ejemplo, tomábamos partido, nos indignábamos y celebrábamos sin que esos pasos fueran acompañados de su propia narración. O sea, lo contrario de ver a una mujer vestida de escocesa en el metro leyendo un libro de Juan Rulfo y, en el momento exacto de estar viéndola enuncia mentalmente “Mujeres vestidas de escocesa que leen a Rulfo en el metro”. Considerábamos que esa era una manera de ser adulto.

A eso me refiero, aunque no solo. Era la vida hacia adentro. Entonces la mayoría de los pensamientos y acciones que vivíamos aún eran verdaderamente íntimos, y las cosas sucedían entre nosotros y los muebles de casa. Nadie solía preguntarte “¿Dónde estás?” si no era, acaso, de esa forma romántica y figurada, de quien dice Por qué te he perdido, yo que te amaba tanto. Y luego, al llegar a casa, la gente que conocíamos y de la que decíamos que era gente como nosotros, se sentaba a leer como acto recogido e interior acostumbrado, solo a leer. Sin contárselo a nadie, sin sentir la necesidad, sin elaborar sobre la marcha un enunciado sobre el hecho de leer precisamente ese libro, sin interesarse, mientras lo hacía, por la visión de sí mismo haciéndolo. O sea, con el foco fuera de uno. En el libro, claro.

Un día compré en la librería de los Jardinets de Paseig de Gràcia un ejemplar de Las personas del verbo, de Jaime Gil de Biedma, aquella edición clara de Seix Barral. Con él en el asiento del copiloto eché a rodar mi trasteado Renault 11 rojo y cuando estaba llegando a Coimbra ya era otra. Nada supe del mundo durante aquella luminosa semana de un verano de mis veinte años. Nada supo el mundo de mí entonces, y nada ha llegado a saber nunca ni sabrá de los descubrimientos que me colmaron, de una intimidad tan profunda, secreta, que ahora parecería la enagua algo parda de una enana colgada en el perchero de un anticuario pobre. La vida en los adentros.

Será el tedio que me provoca la impertinencia de lo informativo, su imposición, me da estas noches de calor húmedo por pensar en la vida hacia adentro. Y en cómo ya a nadie interesa lo que escriban otros, preocupados por dar cuenta primorosa, minuciosa, de nuestros actos y nuestros pensamientos. Como para creer que de verdad vivimos. Y como si eso le importara algo a alguien.

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