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Kafka y el Partido Judicial

Fachada del Tribunal Supremo.

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“Alguien tenía que haber calumniado a Josef K., pues fue detenido una mañana sin haber hecho nada malo”. Así arranca 'El proceso', la gran novela de Franz Kafka sobre la arbitrariedad judicial. Kafka sabía de lo que hablaba: era doctor en Derecho por la Universidad de Praga, y trabajaba como abogado especializado en seguros. También era judío, miembro de una comunidad secularmente puesta bajo sospecha en la Europa cristiana.

Joseph K. termina siendo condenado a muerte sin llegar a saber cuál es la fechoría que se le imputa. El tribunal le acusa con severidad de algo impreciso y sombrío. Y que él diga no conocer la naturaleza de su presunto crimen se convierte para los magistrados en una prueba adicional de su culpabilidad. 

Kafka hizo viajar a su personaje de ficción por el laberinto de una pesadilla, la judicial, sufrida ayer y hoy por millones de personas de carne y hueso. Esa situación en la que el individuo se siente mísero y desvalido frente a un poder ceñudo, arrogante e inmisericorde, dotado de la capacidad de hacerle perder su libertad, su patrimonio y hasta su vida. En nombre del bien común, por supuesto.

El Partido Judicial español ha entrado directamente en modo kafkiano con algunas de sus últimas decisiones, y sus correligionarios políticos y mediáticos de derechas están canonizando su arbitrariedad.  De la mano de algunos jueces de la Audiencia Nacional y el Tribunal Supremo, España camina hacia la inseguridad jurídica. Las leyes siguen siendo aprobadas por el Parlamento surgido de unas elecciones democráticas, pero los jueces –al menos los que han llegado a la cima– son libres de interpretarlas a su guisa. Ahora, por ejemplo, cualquiera puede ser acusado de terrorismo por acudir a una manifestación de protesta en la que unos exaltados queman contenedores y se enfrentan a la Policía.

Esto es una columna periodística, no una tesis doctoral. No tengo cien mil palabras para explicarme, así que iré al grano, sin permitirme matices. Los jueces son unas señoras o unos señores que estudiaron Derecho y, cuando la mayoría de nosotros buscábamos trabajo o iniciábamos ya una vida laboral, estudiaron unas oposiciones. No es extraño, pues, que la mayoría sean ideológicamente conservadores: tales oposiciones requieren tiempo y dinero. Esto es un hecho.

También es un hecho que los puestos más altos de su carrera son designados en España por el llamado Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), un organismo que, al parecer, solo se renueva cuando gobierna la derecha, y esta puede decidir su composición mayoritaria. No se actualiza, en cambio, si las izquierdas han ganado las elecciones. Entonces se mantiene el anterior CGPJ conservador hasta llegar a convertirse en un cadáver viviente, como hoy es el caso.

No hay peor dictadura que la de los jueces, venía a advertir el otro día Javier Aroca aquí mismo. En el caso español, es el único poder de los tres que constituyen un Estado de derecho que no es elegido democráticamente. Es ejercido por funcionarios vitalicios, que, como humanos que son, tienen sus particulares filias y fobias políticas e ideológicas, y hasta sus perturbaciones del alma. En la actual España muchos de los que visten toga y puñetas ya ni se molestan en disimular tales filias, fobias y perturbaciones. Al menos en espacios tan poderosos como la Audiencia Nacional y el Supremo.

Amigos de Europa, el Poder Judicial es independiente en España, ¡y tanto! Pero, con creciente frecuencia, no es imparcial, equitativo y justo. La democracia española es manifiestamente mejorable en la equidad de su justicia, entre otras cosas. En el trullo sigue el rapero Pablo Hasel por unos comentarios zafios que no provocaron el menor daño a la libertad, la vida o la hacienda de nadie. Como él, otros disidentes han sido acosados en los últimos años por sus opiniones sobre la monarquía, la religión o la Policía. Los más fueron absueltos al final, pero todos sufrieron angustia y dolor, gastos económicos y daño a su reputación.

¿Es esto “normalidad democrática”? ¿Lo es que el anterior jefe de Estado se largara a un emirato para no tener que dar explicaciones sobre supuestas corrupciones y evasiones fiscales? ¿Es normal que un CGPJ partidista y caducado hace más de cinco años le diga al Parlamento lo que tiene o no que hacer? ¿O que esos togados altamente politizados en un sentido derechista que forman el Partido Judicial retuerzan obscenamente la legislación para zancadillear la acción de un Parlamento y un Gobierno surgidos de las urnas?

Amigos de Europa, no me consuela el “ya lo arreglará Estrasburgo”. Lo hará o no dentro de unos años, cuando el mal ya esté hecho. ¡Que se lo digan a Otegi! Entretanto, el capricho de la derecha judicial campa en la piel de toro.

Me estomaga el mantra de que las decisiones judiciales deben “acatarse” y “respetarse”. Acopla una solemne obviedad con un inquietante sofisma. Es evidente que lo menos arriesgado es acatar las decisiones judiciales. Si no lo haces, se te viene encima el colosal peso coercitivo del Estado. Ahora bien, el respeto es un asunto estrictamente privado, pertenece a la esfera íntima de cada individuo. Nada ni nadie debería imponértelo. Así que los jueces deben ganarse con su conducta el respeto de los demás. Como todo el mundo.

No le tuve el menor respeto intelectual y moral a la decisión del tribunal de Navarra sobre el caso de La Manada de 2018. Era injusta, arcaica y machista, escribí. Ahora no respeto en absoluto el comportamiento del Partido Judicial ante la posibilidad de una amnistía por los sucesos catalanes de 2017. Pero, ay, los jueces tienen la piel muy fina. Puedes criticar a políticos, periodistas, artistas y policías, pero no a ellos. Eso es desacato, violación de la separación de poderes, qué se yo.

Señores jueces, no son ustedes seres angelicales, intachables e infalibles. Ni monarcas absolutos elegidos por la gracia de alguna divinidad. Son empleados públicos pagados por todos los contribuyentes, y en consecuencia sujetos a crítica. Si no desean que nadie disienta de sus sentencias, no tienen más que dejar la toga y trabajar en una actividad privada como tantos millones de sus compatriotas. En una sociedad libre e igualitaria no puede haber castas. 

Kafka narra en 'El proceso' la derrota que el individuo tiene asegurada de antemano cuando comparece frente a aquellos que, frecuentemente con la aquiescencia de la mayoría, se toman como sumos sacerdotes. Su historia evoca los métodos de la Inquisición para arrancarles a sus víctimas la confesión de culpabilidad a cambio de la promesa del final de las torturas. Y anticipa los horrores de la Europa de los regímenes totalitarios: la Europa de las purgas de Stalin, la Gestapo de Hitler y el Tribunal de Orden Público de Franco.

Me inquieta mucho el resurgir en nuestros tribunales del maligno espíritu judicial de la Bohemia del Imperio Austrohúngaro que tan bien relatara Kafka. 

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