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El etarra Lasarte, en libertad; sus asesinados siguen muertos

José María Calleja

El día de su cumpleaños se fue a cenar con la familia, era julio y hacía calor en San Sebastián. La última copa la tomaron en la Unión Artesana, al lado de casa. Allí vio a José Manuel Olarte, Plomos de alias, estaba jugando a las cartas con la cuadrilla. V. Lasarte clausuró súbitamente el cumpleaños y se fue a casa, allí tenía una pistola de avancarga, de tiro olímpico, con una sola bala, la banda no le proporcionaba otras armas. Con los vapores de la sobremesa, un 27 de julio de 1994, hizo lo que le pedía el instinto: volvió a la Unión Artesana y allí mismo le pegó un tiro en la nuca a Olarte. La sangre, la baraja desparramada, los colegas estupefactos, el serrín, la ruptura abrupta de la breve normalidad.

Otro día, el 23 de enero de 1995, V. Lasarte se plantó en el bar Barandiarán, en el Boulevard, esquina con Mayor. Desde allí se veía a los que salían del Ayuntamiento de San Sebastián por la calle Ijentea. Sobre las dos y media pasadas, y eso que en Donosti se come pronto, salió Gregorio Ordóñez acompañado, entre otros, de su colaboradora, María San Gil. V. Lasarte les vio pasar, anduvo detrás de ellos un par de calles, Mayor y 31 de Agosto, les siguió hasta el bar al que iban a comer, La Cepa. Una vez que se sentaron, V. Lasarte se fue hasta el barrio de Gros, nada más pasar el puente del Kursaal, allí avisó a sus conmilitones que estaban en un piso –entre ellos, García Gaztelu–, les dio la información calentita.

Los etarras estaban aún en horario de oficina, uno de ellos entró en el bar, con la cabeza tapada por la capucha del chubasquero, Gregorio comía de espaldas a la puerta, cuando estuvo a su altura, casi a cañón tocante, Gaztelu disparó en la nuca a Ordoñez. Marca de la casa. Muerto en el acto. Llovía mucho.

Otro día, y van tres, V. Lasarte y los suyos esperaron a que Fernando Múgica saliera, como casi todos los días, sobre la una y media de la tarde de un 6 de febrero de 1996, de su despacho de abogados en la calle Prim, al lado del Buen Pastor. Fernando y uno de sus hijos, José María, iban por la calle San Martín. José María se quedó rezagado, quería comprar tabaco en el bar Café con leche, García Gaztelu miró primero a la cara de Fernando Múgica, para cerciorarse de que era él, luego se puso detrás y le disparó en la nuca. Salió corriendo y se cruzó con José María, le ofreció un tiro si seguía mirándole. V. Lasarte esperaba en un coche para huir a ese triángulo oscuro en el que durante demasiado tiempo se escondían los asesinos después de asesinar en Gipuzkoa.

Hay más. Santamaría, exjugador de la Real, defensa central, fue asesinado en la misma calle que Ordóñez y Olarte, le pegaron un tiro mientras cenaba de espaldas a la puerta de Gaztelupe en la noche de San Sebastián, el 19 de enero de 1993. El asesino llevaba un gorro blanco de cocinero, V. Lasarte señaló a la víctima y Olarra disparó. Tres asesinados en una misma calle, en menos de cien metros.

Hay más asesinatos en los que V. Lasarte estuvo implicado. Los del sargento de la policía municipal Alfonso Morcillo, del brigada Mariano de Juan Santamaría, del policía Enrique Nieto.

Cuando detuvieron a Lasarte, su padre dijo: “Tiene sus cosas”. Lasarte tenía un bar en el que han tomado vinos alguno de sus asesinados, Múgica, y otros que pudimos ser asesinados por él.

Un día, mediados de los ochenta, paseaba yo por el Boulevard de San Sebastián con Josep Martí Gómez y Campreciós, dos periodistas de La Vanguardia que hacían in situ el enésimo reportaje sobre el terrorismo de ETA. Me preguntaban cómo estaban las cosas. Con entusiasta optimismo, les contaba que iban mejor, que ETA retrocedía y los demócratas avanzábamos. Nos cruzamos con V. Lasarte, con su cara de homínido, empujaba el carrito de un niño y mostraba esos brazos que parecían la pata de un elefante. En uno de ellos tenía tatuada una ikurriña. Nada más verme me espetó: “Calleja, facista” . “Que es con ese”, le contesté. Me chafó el relato que trataba de enhebrar ante los colegas catalanes y percibí una parte de la envergadura de la amenaza.

Después de 19 años de cárcel, Lasarte ha salido a la calle, en libertad definitiva. Se ha arrepentido, ha rechazado la violencia, ha pedido que ETA se disuelva y deje las armas, ha sido expulsado de la banda, ha renegado del terrorismo, ha seguido una vía individual, fuera de la manada, ha pagado a las víctimas una parte de la indemnización establecida en las sentencias. Le condenaron a 400 años de cárcel, pena que el juez sabía que no cumpliría. Lasarte se ha entrevistado en la cárcel con Consuelo Ordóñez, hermana de uno de los que ayudó a asesinar.

Cárcel y arrepentimiento que, ¡ay!, no devuelven la vida a los asesinados. Es lo que tiene el asesinato, que es irreversible.

Duele ver a Lasarte en la calle, pero es la ley. Ha cumplido y por muchos más años de cárcel que cumpliera no nos devolvería con vida a los que asesinó. Es preferible, en cualquier caso, que alguien que hizo del asesinato un horario de oficina, reconozca su error, reniegue de su pasado y pida perdón. Es mejor que salir y decir lo volvería a hacer, aunque el arrepentimiento no nos devuelva la vida de los que asesinó.

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