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Malversación: prudencia con los antiinflamatorios

El presidente de la Generalitat Pere Aragonès, conversa con Oriol Junqueras durante la pasada Diada. EFE/ Alejandro García

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En un reciente artículo en Infolibre, Cristina Monge se refería a las políticas impulsadas por el gobierno de coalición como el “ibuprofeno” destinado a “desinflamar” el “conflicto catalán”. La de los antinflamatorios es una plástica metáfora que sirve para analizar las propuestas de reforma del Código Penal. 

En Catalunya, también en España, son muchas las personas que creen necesario desinflamar la situación social y política. Consideran que este es un buen momento para adoptar medidas que contribuyan a facilitar una salida -no es lo mismo que la solución- al conflicto. 

En este sentido, decisiones como la concesión de indultos a los dirigentes independentistas se han abierto paso con más aceptación social de la que muchos pronosticaron.

Son medidas que, para ser útiles, requieren de las dosis de equilibrio y oportunidad imprescindibles en cualquier acción política. Hay quien considera que debieron adoptarse hace ya tiempo, pero no parece que fueran viables en el marco de la convulsión social vivida en los últimos años. 

Ahora se acumulan las evidencias de que el conflicto ha entrado en otra fase. Incluso ha desaparecido del imaginario independentista la voluntariosa ficción del “ho tornarem a fer”. Parece pues un momento oportuno para aplicar nuevas dosis de antinflamatorio. En este sentido, la proposición de ley de reforma del Código Penal presentada por el PSOE y Unidas Podemos deviene necesaria y oportuna. 

Para valorar jurídica y políticamente esta iniciativa legislativa puede ser útil volver la vista hacia el año 2017 y recordar algunas cosas que parecen haberse olvidado de manera interesada. 

No comparto la opinión de los que plantean que los hechos producidos a partir de la aprobación de las leyes de desconexión el 6 y 7 de septiembre y que se encadenaron hasta la declaración unilateral de independencia (DUI) del 27 de octubre no tienen ninguna significación penal. 

Todos los estados europeos disponen de disposiciones que protegen su orden constitucional y de normas penales destinadas a castigar las acciones que vulneran gravemente los marcos de convivencia compartidos. 

Desde el independentismo se pretende que fijemos solo la mirada en el conflicto con el estado español, obviando interesadamente que algunas de sus decisiones comportaron la vulneración de derechos de amplios sectores de la sociedad catalana. El derecho también debía proteger a esa parte de la ciudadanía. Otra cosa es que el marco legal existente y las acciones judiciales adoptadas no fueran las adecuadas para ello. 

Recordemos lo que ha pasado en estos años. El 1 de octubre se generó, en España y en todo el mundo, una percepción de absoluto descontrol político de la situación por parte del Gobierno Rajoy. 

De esa sensación de desbordamiento del gobierno del Partido Popular surgieron dos iniciativas que se autoimpusieron la función de “salvar al estado”. De una parte, el discurso del Rey del 3 de octubre, que dio alas a quienes pedían mano dura. De otra, la reacción judicial de la fiscalía y del Tribunal Supremo. 

De ahí nace lo que siempre he considerado un exceso antijurídico en la actuación de los tribunales. Así lo expliqué en “empantanados” y lo he reiterado luego en diferentes artículos en elDiario.es.

Con ese objetivo de “salvar al estado” la calificación jurídica inicial de los hechos perseguidos fue la de rebelión. Es evidente que con ello se pretendía alcanzar los máximos niveles punitivos. Se acordó la prisión provisional de los dirigentes independentistas y se impidió que pudieran ejercer su función de representación política, incluso antes de recaer sentencia firme. 

Que la imputación de rebelión era legalmente muy forzada se comprobó desde el primer momento del proceso penal. El Magistrado instructor dictó reiteradas resoluciones, en las que dejaba constancia de que la calificación inicial de rebelión podía ser sustituida en otra fase más avanzada del proceso por la de conspiración para la rebelión, incluso por la de delito de sedición. 

El propio Supremo reconoció esta desmesura punitiva en su sentencia. Para argumentar que no había rebelión calificó la actuación de los dirigentes independentistas como una “mera ensoñación” para después afirmar que bastó una página del BOE, con la aprobación del artículo 155 CE, para abortar la conjura independentista. ¿hacen falta más evidencias?

La sentencia se las vio y deseó para justificar jurídicamente esta descomprensión punitiva. Entre otras cosas porque el delito por el que al final se condena a los dirigentes independentistas, el de sedición, no cuadra nada con la realidad social del siglo XXI y no tiene referencias asimilables en el derecho comparado. Quizás, porque tiene sus orígenes en el Código Penal de 1822 y las sucesivas modificaciones, entre ellas la de 1995 que lo incluyó en el apartado de delitos contra el orden público, no han modificado en nada lo substancial ni evitado su obsolescencia jurídica. 

Comparto pues, por convicción, la necesidad y oportunidad de reformar el código penal. Por razones jurídicas y de justicia que se resumen en el aforismo latino “Sumum ius, summa iniuria” -cuando el derecho se aplica de manera extrema produce una extrema injusticia. También por razones políticas, la necesidad de avanzar en una salida al conflicto que permita mejorar la convivencia en la sociedad catalana y por extensión en la española. 

Bienvenida sea pues una iniciativa legislativa que pretende un mayor acercamiento a la justicia y desinflamar el conflicto. Pero seamos prudentes con los antinflamatorios. Los médicos aconsejan usar sus dosis con moderación y evitar la cronificación del tratamiento si se quiere evitar contraindicaciones y efectos secundarios no deseados. 

Las modificaciones “ad hoc” de las leyes las carga el diablo. Sirven para dar respuesta a una situación concreta, pero suelen conllevar efectos retardados no previstos ni deseados por sus impulsores.

Por eso deberíamos prestar atención a quienes opinan -con cierta razón- que la redacción que se propone para los desordenes públicos puede ser utilizada en el futuro contra los movimientos sociales. La tramitación parlamentaria de la proposición de ley es una buena oportunidad para garantizar que la nueva redacción no va a afectar negativamente al ejercicio de derechos fundamentales. Entre los cuales está incluido, por supuesto, la defensa de la independencia, pero no su imposición unilateral. 

Más complicado es ampliar las dosis de antinflamatorios con una nueva regulación de la malversación. Se trata de un delito cometido por autoridades o empleados públicos, que se caracteriza por la administración desleal de recursos públicos que no requiere el enriquecimiento de su autor. Conviene recordar que en este delito el bien jurídico protegido es un bien común, los recursos públicos.  

En el tipo penal de la malversación caben una gran diversidad de casuísticas que hacen muy compleja su caracterización. Además, a diferencia de los desórdenes públicos, son situaciones más frecuentes de lo que seria deseable. Parece que desde el 2015 se han producido 600 condenas por este delito que podrían quedar afectadas retroactivamente por su reforma. Eso sin contar los efectos de futuro.

Todo aconseja ser muy prudente en una reforma legal de la malversación y solo hacerla después de un análisis minucioso y exhaustivo. No sea que buscando un efecto “ad hoc” desinflamatorio se termine provocando el agravamiento de una enfermedad crónica de nuestro cuerpo social, la corrupción. 

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