Has elegido la edición de . Verás las noticias de esta portada en el módulo de ediciones locales de la home de elDiario.es.

Melancolía, ingenuidad o esperanza

La autoayuda y los mensajes positivos triunfan en los regalos

36

Cuando alguien nos habla de esperanza, y particularmente de esperanza aplicada a la política, es fácil que el globo ocular modifique su trayectoria para que nuestra mirada se sitúe un pelín por encima del hombro mientras ardemos en deseos de regalarle a ese interlocutor una tacita de Mr. Wonderful y lo animamos cortésmente a que se vaya a contarle a otro sus milongas esperanzadas. El motivo es un prejuicio: aquel que nos lleva a creer que la esperanza es sinónimo de candidez, ingenuidad u optimismo.

Hoy sale a librerías mi último ensayo, «Melancolía». Son doscientas páginas de discusión y reflexión sobre varios temas que me parecen importantísimos para pensar nuestra política y nuestras ideas. Y creo que me hallo más cómoda en ese formato, largo, pausado, que en la aceleración de las columnas. Pero hoy no quiero o no vengo a hablar de mi libro, sea por pudor o por cortesía: el que me venía a la cabeza era un texto de un intelectual con mil veces más galones que yo. Se trata del inteligentísimo «Esperanza sin optimismo», de Terry Eagleton.

El optimismo, para Eagleton, se distingue de la esperanza por su banalidad e irracionalidad: se acerca mucho al pensamiento mágico que considera que las cosas acabarán yendo a mejor porque sí. La esperanza, en cambio, busca lo posible y enraíza en lo realmente existente, lo cual aspira a cambiar: es una virtud y nunca se parece a la magia. El ciclo de intento y fracaso, sin rendirse, es típico de la esperanza; y quizá nada sea más esperanzado que la aleación tan manoseada entre el optimismo de la voluntad y el pesimismo de la inteligencia. La esperanza es voluntad inteligente, voluntad aplicada, realismo, en ningún caso frases felices o leyes de atracción del deseo. La esperanza conoce los límites y fronteras: se construye con empeño y su labor no ceja, pero no por no cejar se convierte en fantasía.

Recuperar la esperanza no es ilusionarse inútilmente por reiteraciones cada cuatro años de los mismos proyectos. Es imaginar algo, construir una idea, concebir un estado distinto de las cosas: concretarlo todo y pensar en sus direcciones siendo perfectamente conscientes de las enormes dificultades del presente. La esperanza no es un afecto fetiche, sino un tesoro a cuidar, extremadamente delicado. Y en la esperanza se puede insistir desde muchos lugares, pero no desde el cinismo.

No creo que todo optimismo tenga que ser tan ciego como el de Eagleton o que haya que caer en la candidez. En mi ensayo, afirmo que, frente a los cenizos, una de las virtudes de un pensamiento optimista que se orienta al mundo porque quiere cambiarlo, quiere crear, porque aún cree que la creación y el cambio son posibles es la firmeza de sus convicciones. Como cuando, al preguntarle a Juana de Arco en su juicio por herejía cómo podía saber que había escuchado la voz de San Miguel y que esa voz era la de un ángel, respondió: «porque tuve la voluntad de creerlo». Quienes escribimos somos optimistas: seguimos teniendo confianza en el poder de la palabra. Quienes creemos en que la voluntad transcrita en las palabras puede cambiar el mundo tenemos que serlo el doble: un optimismo tan grande que llega a parecerse a la expresión de fe de los creyentes.

La cuestión es que el optimismo o la esperanza necesitan mucho más para ahuyentar la indiferencia o cambiarla. Nunca se bastan por sí solos. Y la fe de los creyentes genera en mil ocasiones rechazo entre los legítimamente descreídos. He escrito, en cualquier caso, para justificar la esperanza y legitimarla, para imaginar todos los trayectos hasta lo posible, y porque sentía, en mi fuero interno, que la rendición nunca sería aceptable. Sólo se puede creer en otra política si creemos en otro pensamiento, en otra argumentación, en otras victorias discursivas. Y si aceptamos que la realidad no son sólo las palabras que manejamos o que escogemos pronunciar. 

Mi última apelación es al poder que surge cuando buscamos y pronunciamos colectivamente, con la potencia de quienes son muchas, las palabras justas, las palabras bellas, las palabras adecuadas. Ojalá sirva el ensayo que publico hoy y esta columna que escribo para discutir un poco más sobre cuáles son, para generar acuerdos y desacuerdos; para que, al apreciar que la discusión pública aún es posible, observemos que también lo son otras tantas cosas.

Etiquetas
stats