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Nadal, Gasol y cómo dejar de ser una potencia en baja autoestima

Rafael Nadal, el pasado martes en el torneo de Roland Garros, en París. EFE/EPA/MOHAMMED BADRA

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En momentos como el pasado domingo hay que reconocer una de las ventajas visibles que el sentimiento de pertenencia a un país proporciona a nuestro espíritu. Nos regala una tarde de alegría cuando un compatriota juega y gana uno de los grandes torneos de tenis, con su espíritu de superación habitual. Lo celebramos porque lo sentimos cercano. Es parte de nosotros, algo nos toca de su talento y su tenacidad. Todo ello, desde el sillón, botellín en mano. Sin esfuerzo alguno.

Rafa Nadal ganó su 14º Roland Garros. Circularon los correspondientes memes de la wikipedia definiéndolo como “un torneo donde empiezan 128 tenistas, de los cuales 127 compiten entre ellos para ver quién pierde la final contra Nadal”. No es cualquier triunfo, es el de un deportista maduro y constante, que acumula victorias y se sobrepone a las lesiones llevando el cuerpo al límite. Es quizá el mejor tenista de todos los tiempos, pero desde luego el mejor de nuestros tiempos. La lista de sus éxitos es un etcétera inacabable. Además, es español.

Pocos días antes, otro español, Pau Gasol, recibió de manos del presidente Pedro Sánchez la Gran Cruz de la Real Orden del Mérito Deportivo, la máxima distinción que otorga el Estado a un deportista. Gasol triunfó durante innumerables temporadas en la NBA. En la mejor liga de baloncesto del mundo, fue el primer español en muchas cosas: en ganarla, lo que hizo en dos ocasiones; en conseguir el anillo… Además a lo largo de su carrera ha ganado un mundial, tres Eurobasket, una Copa del Rey, y etcétera y etcétera. Es el mejor jugador de basket de nuestro país de cualquier época: nos ha hecho disfrutar y enorgullecernos sin movernos del sofá.

Resulta tan agradable disfrutar de triunfos que sentimos nuestros, de los éxitos de país, que la pregunta obvia es: ¿por qué no lo hacemos más a menudo? Porque pese a ser muy buenos en distintos campos, somos una potencia en baja autoestima: sin duda la pésima autoconfianza es uno de los rasgos más persistentes que nos legó la generación del 98. Con variaciones, los estudios sobre reputación de España que elabora anualmente el Instituto Elcano reflejan que la valoración que hacen de nosotros en otros países, particularmente los europeos, está por encima de la que los españoles hacemos de nosotros mismos. Lo más hiriente es que no hay datos objetivos que avalen esa mala percepción, pero la autoconfianza, como el tenis, también se entrena. Y no lo hacemos.

Pongamos el caso de la Universidad. Año tras año se publican los rankings de Shanghai, entonces sacamos el látigo y nos fustigamos en medios de comunicación que toman una parte por el todo. Llanto y crujir de dientes. Por supuesto, Harvard y el resto de las Universidades de la Ivy League figuran entre las primeras. Leído más en profundidad ese mismo ranking revela que somos el tercer país del mundo que más universidades tiene en el 5% de las mejores, es decir, entre las 1.000 primeras. Es decir, somos un buen país donde ir a la Universidad. Teniendo en cuenta los déficits históricos que arrastramos en Educación, no está mal. 

Si ampliamos la perspectiva, lo que hemos realizado como país en los últimos 40 años es sencillamente prodigioso. 

Tomemos la renta, sin duda un factor importante a la hora de valorar cómo se vive en España. La renta por habitante se ha duplicado en nuestro país desde 1978. Duplicado, sí. Me dirán que no es suficiente, hay mucho desempleo. En estos momentos está descendiendo y además se hacen muchos más contratos indefinidos, que disminuyen la precariedad. ¿Por qué permanecemos ciegos ante la evolución positiva de nuestro país? La realidad es que en los últimos 40 años la tasa de empleo ha aumentado en 15 puntos. Hemos generado ocho millones de empleos netos, muchos de ellos ocupados hoy por mujeres que hace 40 años eran vistas como bichos raros si trabajaban. Cuando le pregunto a mi madre si vivía mejor que yo, me cuenta que al quedarse embarazada de mí la echaron del trabajo. Sin contemplaciones. Y esa conversación ya no la puedo tener con mi abuela, por desgracia, pero cuando vivía, me decía con frecuencia: “Qué bien vivís las mujeres hoy, viajáis, estudiáis, trabajáis… Nosotras no podíamos hacer nada de eso”. España es hoy el 14º mejor país del mundo para ser mujer. Motivo de orgullo.

Y otro más con la esperanza de vida. Hoy los españoles somos los terceros más longevos del planeta, sólo después de Suiza y Japón. De hecho los millenials españoles vivirán ¡36 años más que sus abuelos! ¡Treinta y seis! Y vivirán 18 años más que sus coetáneos de Marruecos. Es un éxito tan incontestable como el de Roland Garros, aunque resulte menos espectacular. 

Todos estos datos figuran en el informe España 2050, que mira al futuro. Pero el nacionalismo ultraderechista español se empeña en remitir la gloria de nuestro país a Isabel la Católica y al Imperio. Por su parte los residuos tóxicos del independentismo catalán solo hablan de España para denostarla. La realidad es justamente la contraria. La confianza en nosotros mismos como país no se halla en la nostalgia de un remoto pasado mítico, sino en nuestra historia reciente. O como dijo Juan Ramón Jiménez: “Démonos fuerza cada día con nuestra propia obra”.

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