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¿Naufraga el Partido Pirata alemán?

Activistas del Partido Pirata posan con máscaras del exanalista de la Agencia Nacional de Seguridad de Estados Unidos, Edward Snowden, durante una protesta ante Bundestag, en mayo. / Efe

Àngel Ferrero

Se hace difícil, por no decir imposible, no recurrir a metáforas náuticas: el Partido Pirata alemán hace agua. Su auge fue de vértigo y su caída también parece que va camino de serlo, aunque si la formación irrumpió en el escenario político con una considerable repercusión nacional e internacional –también en España, donde se la comparó precipitadamente con el 15M–, todo apunta a que su salida será haciendo un mutis por el foro. En 2011 el Partido Pirata consiguió entrar por sorpresa en el Senado de Berlín cosechando un 8,9% de los votos. Al año siguiente entró con buenos resultados en los parlamentos de Renania del Norte-Westfalia (7,8%), el Sarre (7,4%) y Schleswig-Holstein (8,2%). En la cresta de la ola, las encuestas llegaron a darle un 10% de intención de voto a nivel federal. Pero en 2013 los resultados del Partido Pirata se desplomaron en las elecciones de Baviera (2,0%), Hesse (1,9%) y Baja Sajonia (2,1%), y en el año 2014 el partido tocó definitivamente fondo: un 1,5% en las elecciones de Brandeburgo, un 1,1% en las de Sajonia y un 1% en las de Turingia.

El Partido Pirata se coló en el parlamento de Berlín navegando sobre una ola de descontento. Los errores de gestión de la llamada coalición roji-roja (socialdemócratas y poscomunistas) erosionaron la confianza del electorado en todos y cada uno de los partidos del arco parlamentario, cuya credibilidad política estaba en entredicho por su actividad institucional. A su lado, el Partido Pirata era algo nuevo, con rostros sobre todo jóvenes, su campaña electoral era original y no sólo introducía nuevos temas en la agenda política (como la política digital), sino nuevas herramientas de trabajo como LiquidFeedback. Los resultados obtenidos en el estado federado del Sarre demostraban que el partido podía crecer fuera de los entornos urbanos a los que los politólogos lo habían destinado.

Más que la falta de experiencia, parece que los conflictos internos han acabado dando al traste con la proyección del Partido Pirata. Un ala del partido, mayoritaria sobre todo en Berlín-Brandeburgo, quería ampliar su programa para evitar convertirse en un partido monotemático. El motivo de disputa pronto se convirtió en hacia dónde llevar esa ampliación: gracias a su indefinición inicial, el Partido Pirata consiguió captar votos no sólo del resto de partidos, sino entre los no votantes, y entre sus militantes había desde izquierdistas hasta defensores de ideas neoliberales. El ala izquierda del partido quiso dar más importancia a las cuestiones sociales, como conceder el derecho de voto a los inmigrantes, introducir una renta básica universal y la gratuidad de los servicios de transporte públicos, incrementar la transparencia y participación democrática de las instituciones, y enarbolar las banderas del feminismo y el antifascismo. Pero una parte de la tropa se amotinó haciendo ondear la bandera del social-liberalismo. Las peleas entre alas del partido sobre cuál era la idea correcta de “libertad” estallaron y las mismas redes sociales que se habían utilizado como base para su ascenso sirvieron para campañas de difamación.

A río revuelto, ganancia de pescadores. Aprovechando su rápido ascenso y elasticidad ideológica, los oportunistas vieron en el Partido Pirata una rampa de lanzamiento para su propia carrera personal, y no tardaron tampoco en infiltrarse exmilitantes de la extrema derecha con sus propios fines. Como ocurrió antes con Los Verdes, el resto de partidos establecidos adoptó en sus programas y en su funcionamiento interno lo que el Partido Pirata había presentado como novedad. Sin brújula ideológica y desprovisto de sus señas de identidad, el Partido Pirata quedó a la deriva. Las deserciones no tardaron en llegar. Marina Weisband fue la primera en dimitir de su puesto de la directiva en 2012, alegando motivos personales. En febrero abandonaba el partido, sin dar explicaciones, Sebastian Nerz, presidente del Partido Pirata entre 2011 y 2012. El 18 de septiembre lo hacía Christoph Lauer, presidente del Partido Pirata en la capital y diputado en el Senado de Berlín, después de, en sus propias palabras, no haber logrado la mayoría suficiente para profesionalizar el partido. Aquel mismo día dimitía Oliver Höfinghoff, que ocupaba la portavocía del partido en Berlín y mostraba abiertamente sus simpatías y militancia antifascistas. El 23 de septiembre Simon Weiß se convertía en el tercer diputado en abandonar el Partido Pirata, dos días después de la ciberactivista Anke Domscheit-Berg, posiblemente la cara más conocida del Partido Pirata por su matrimonio con Daniel Domscheit-Berg, exportavoz de WikiLeaks. En una entrada en su blog, Domscheit-Berg lamentaba la desilusión cíclica en que había caído su partido, expresaba sus quejas hacia los sectores social-liberales, a los que acusaba de obstaculizar el cambio, y denunciaba la tolerancia general hacia los comentarios sexistas y los militantes con un pasado en la extrema derecha. La propia Domscheit-Berg posteó en su cuenta de Twitter algunas de las respuestas que hubo a su despedida en las redes sociales, como una celebrando el hecho de que a partir de entonces el Partido Pirata podía construirse libremente “sin feminazis ni extremistas de izquierda”.

El Partido Pirata repliega velas para pensar qué dirección tomar. Para algunos, la formación ha cumplido su misión histórica, introduciendo en la agenda política de Alemania cuestiones que estaban hasta entonces ausentes, y que con las revelaciones de Edward Snowden sobre la NSA cobran toda su actualidad. Para otros, el Partido Pirata aún tiene mucho que decir en el futuro. Sea lo que sea, si no quiere hundirse tendrá que taponar algunos agujeros.

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