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La orfandad era esto

Imagen de la XXIII Conferencia de Presidentes

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En este yermo de vaguedades y contradicciones en el que se mueve la política nunca pasa nada.  No hay afirmación que dure 24 horas. Ni decisión que permanezca en el tiempo. Ni criterio que se sostenga sobre principios sólidos. Ya sean éticos, políticos o científicos. Ya no hablamos de proyecto de país porque al paso que vamos el país se nos irá por el sumidero de la soberbia, el cortoplacismo, el engolamiento y la mirada corta.

Si alguien encuentra en estos tiempos de zozobra un referente indiscutible que sume convicciones profundas, proyecto, capacidad para tomar decisiones o valentía para asumir riesgos ante las dificultades, puede darse por satisfecho. No serán muchos, seguro, más allá de los que practican la militancia ciega a un lado y otro del universo ideológico.

En estos tiempos en los que la política ya no la hacen los políticos, sino los propagandistas, los spin doctors y los hacedores de eslóganes resulta complicado encontrar un líder político que opere más allá del sectarismo para simpatizantes, de la necesidad de mantener prietas las filas o de la urgencia por mantener mullido el colchón de una exigua mayoría.

Si se me pidiera elaborar un retrato robot del buen líder, escribió una vez Felipe González, sumaría “la tenacidad de Helmut Kohl, la visión del mundo y la capacidad de empatía personal de Clinton, las dotes comunicacionales del papa Wojtyla, la serenidad de Mitterrand, la habilidad en la formación de equipos de Reagan, y la capacidad de análisis y la buena gestión grupal de Olof Palme”. De su respuesta, se deducía que no había conocido uno solo que reuniera todas esas cualidades o que a ninguno por separado lo consideraba apto para lo que a su entender requeriría un liderazgo. 

Hoy ni siquiera pedimos tanto. Nos bastaría, quizá, con un poco de empatía y algo de arrojo en la toma de decisiones sin tener en cuenta las consecuencias para sus respectivas bolsas de votos. El nivel de exigencia en la elección de candidatos por parte de las organizaciones políticas -donde lo que prima es la lealtad y no la aptitud- unido a la cada vez más disminuida exigencia crítica de la sociedad y los medios de comunicación han convertido a este país en un festival de mediocridad y relativismo en el que la hojarasca de la volatilidad, la manipulación y la mentira no nos permiten ver la realidad de lo que acontece ante nuestros ojos cada día: un desfile de egos y vanidades en el que no hay nadie capaz de conectar con un sentimiento de angustia generalizada y una aspiración colectiva de que lo que haya que hacer, ante la segunda ola de contagios, se haga cuanto antes sin perder más tiempo en bilaterales baldías, retóricas sobre estrategias nacionales, cálculos partidistas o cogobernanzas inventadas con las que llenar los titulares del día.

Vivimos en una democracia mediática e irreflexiva en la que se echan en falta dirigentes nacionales, regionales o locales  que hablen claro, que estén dispuestos a quemarse a lo bonzo y no se dejen arrastrar por la tendencia diaria de los sondeos o la última jugada de ajedrez que les haya dibujado en un folio algún asesor con ínfulas de estratega que se crea el ombligo del mundo, se cuelgue medallas ajenas o busque una segunda juventud con la que desquitarse de las espinas del pasado.

Esto de anteponer las encuestas a las convicciones, tomar las decisiones en función del desgaste o el rédito que ocasionen y convertir la democracia en un plató de televisión es todo lo contrario a lo que requiere un liderazgo sólido y es consecuencia de la obsesión por simplificar los mensajes para ajustarse al minuto y medio que impone el corte de los informativos. Y parece que no les importa que todo ello vaya en detrimento del interés general, la racionalidad o la necesaria pedagogía para convencer a la ciudadanía. 

Solo en este marco se entiende cómo y con qué tiempos se ha decidido gestionar las consecuencias sociosanitarias y económicas de una pandemia que en España ya se ha cobrado casi 40.000 vidas y que en la mayor parte de Europa ha llevado ya a un segundo confinamiento domiciliario mientras aquí aún esperamos a ver quién es el que lo pide primero o logra que el contrario sea quien asuma el desgaste que conlleva . 

Esto vale para Sánchez, para Ayuso, para Feijóo, para Urkullu, para Moreno... pero también para Casado y para Arrimadas.  Cada uno mira por sí mismo y ninguno por todos. La responsabilidad máxima es del Gobierno, pero la oposición habrá de cargar también con la suya por sus zigzagueos ante el estado de alarma o los confinamientos domiciliarios. Lo dicho: la orfandad era exactamente esto, la ausencia de referentes a los que escuchar ante tanta incoherencia irracional e interesada en medio de un país que se nos desmorona en todos los sentidos. Luego, eso sí, a todos nos encanta pontificar sobre si el “trumpismo” acabará o no con Trump en los Estados Unidos de América.

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