Un plato de gambas al otro lado de la puerta
A Marta le dejaron queso, gambas y lubina al horno al otro lado de la puerta. A Marcos, un plato con jamón y tortilla de patatas. A Alberto, un envase con tartaletas de ensaladilla rusa, su comida favorita. A Mar, pollo guisado con patatas. A Carmen, un par de nécoras y cochinillo asado. Con miles de pacientes COVID confinados, los platos y tuppers en puertas de estos días demuestran, una vez más, que la comida en España es mucho más que eso: es una forma de integrismo afectivo que mamamos desde la infancia, desde que escuchamos el “a comer” y salimos disparados hacia la cocina como si no hubiese otra cosa que hacer en el mundo.
Soy gallega y en Galicia solo es admisible dejar de comer si traspasas la frontera del empacho y desarrollas más de dos síntomas clínicos de indigestión. Solo cuando el estómago se pone a recitar pasajes en lenguas muertas se muestra clemencia y se repliegan los platos que no se cuentan por primeros o segundos, es que directamente dejan de contarse. Cuando a un gallego se le saca el tema de la comida florece un nacionalismo exacerbado porque comer es lo más cercano a la idea de patria que tenemos. En las ollas se izan nuestras banderas. Comiendo se hace familia.
Pensaba en esto mientras veía la película 'Don't look up' en Netflix. El filme es una advertencia llevada al límite, algo así como una señal de tráfico que te saltas por ir mirando un bailecito absurdo de tiktok en el teléfono móvil. Kate Dibiasky (Jennifer Lawrence) descubre un cometa del tamaño del Everest que se encamina hacia la tierra para destruirla en cuestión de seis meses. Ella y su profesor, Randall Mindy (Leonardo DiCaprio), emprenden desde ese momento una carrera contrarreloj para convencer al mundo de la amenaza real de la extinción. La reacción que obtienen no es la esperada. Se encuentran con una clase política más preocupada por ganar elecciones que por buscar soluciones reales, con el individualismo ante un problema global, la banalización del espacio público, intereses empresariales, o con el negacionismo de los que cuestionan incluso que el cometa exista. “Yo en el cielo no veo nada. A ver, ¿dónde está ese cometa que yo lo vea?”.
En 'Don't look up' aparece un cataclismo ficticio en forma de cometa gigante, mientras como espectador estableces la inevitable analogía de nuestro propio cataclismo en forma de pandemia. Dos años que han servido para vomitar parte de la parodia que muestra la película: una clase política más preocupada a veces por obtener crédito electoral que por buscar soluciones reales, el individualismo ante un problema global, los intereses empresariales o los que cuestionan que el COVID sea siquiera una amenaza real. Si en algún momento asoma la convicción de la ficción y la sátira recuerdas que nos pasamos bastante tiempo desoyendo las alarmas, que las mutaciones habían sido más que advertidas por los expertos, que las ucis están llenas de negacionistas o que algún presidente llegó a sugerir la idea de inyectarse lejía para matar al virus.
Hay en 'Don't look up' la idea de un mundo ridículo que se encamina a la destrucción también porque los afectos se diluyen y la megalomanía y el narcisismo lo impregnan todo. Y es ahí cuando recordé todos los platos que se han dejado estos días en puertas de edificios y habitaciones. Y pensé que un plato cocinado expresamente para otro, ese sabor familiar que llena mucho más que el estómago, es un planeta en sí mismo que no puede volar ningún cometa; que si la comida compartida muestra lo que somos, todavía hay esperanza porque sabemos y queremos cuidarnos. Al menos hasta que lea el resumen de la próxima Conferencia de Presidentes. Entonces, probablemente, me acordaré de Leonardo Dicaprio ingiriendo ansiolíticos en el cuarto de baño de La Casa Blanca y pensando que no tenemos solución posible.
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