Primera enmienda

Una de las clases que más intimidan de la Universidad de Harvard es la dedicada a la Primera Enmienda en la Facultad de Derecho. Todo el curso versa sobre la enmienda de la Constitución de Estados Unidos que protege la libertad de expresión, de prensa y de conciencia.

Cada clase se convierte en la escenificación de la sala de un juzgado y el profesor Noah Feldman somete casos históricos al debate jurídico llamando a los alumnos a intervenir (cada uno tiene un cartelito delante con su nombre) para exponer sus argumentos a favor y en contra de manera rápida y, a poder ser, brillante. Feldman, que testificó hace unas semanas en el Congreso a favor del impeachment de Donald Trump, da vueltas por el aula -una de las más grandes y antiguas, donde también estuvo sentado como estudiante Barack Obama- y se produce un debate intenso. Los matices son distintos cada vez, pero lo que suele salir es una defensa profunda de la libertad de expresión sobre todo cuando más cuesta defenderla, cuando más intereses contrapuestos existen o más dudas jurídicas de qué derecho debe prevalecer.

Es cierto que el caso de Estados Unidos es extraordinario en la protección casi sin límites de la libertad de expresión y de prensa comparado con las democracias europeas. Ni España ni Francia ni Reino Unido ni por supuesto Alemania veneran con tanta devoción legal y cívica la libertad de expresión. El valor de la prensa nunca ha tenido en Europa el aura que tiene allí. Tampoco en Reino Unido, donde un juez puede parar una información antes de que se publique. Este debate ha vuelto ahora de la mano de las leyes para purgar la memoria de la barbarie nazi en Alemania, que son inspiración para la reforma del Código Penal que quiere hacer el Gobierno en España para introducir como delito “la apología del franquismo”.

La protección casi absoluta que existe en Estados Unidos a menudo abre debates complicados sobre los límites cuando las expresiones más furibundas están relacionadas con un aumento de la violencia contra grupos de personas. Es difícil no ver una conexión entre las palabras más bárbaras, sobre todo cuando vienen del presidente y otros cargos públicos, y el aumento de los asaltos contra judíos, hispanohablantes e inmigrantes en Estados Unidos. La línea entre la expresión de las palabras más gruesas como una opinión desagradable y como detonante de consecuencias graves en la vida de las personas no siempre es fácil de trazar, especialmente en un mundo en que las plazas públicas son ahora redes que premian los mensajes más repulsivos protegidos por el anonimato.

Pero cuesta ver cómo una ley sobre la “apología del franquismo” en general va a ayudar a rebajar el impacto de otros discursos de incitación al odio machista, homófobo, xenófobo, que existen y sí ponen en peligro la vida de las personas. De hecho, los pocos que gritan alabanzas al dictador en algún rincón no suelen ser los mismo que difunden bulos o atacan los derechos civiles desde las tribunas de los parlamentos o los pseudónimos de cuentas en Twitter.

Los objetivos detrás de leyes contra la apología de ideas antidemocráticas suelen ser preservar la paz o proteger la convivencia, pero las consecuencias pueden ser indeseables y poco eficaces. La regulación de las plataformas, la educación cívica y el respeto de los estándares democráticos tienen más efectos que encarcelar a tuiteros o políticos por un grito o una bandera.

En una de esas clases de Primera Enmienda, en la que yo estaba agazapada en primera fila, Noah Feldman explicaba el caso de 1943 de West Virginia Board of Education v Barnette sobre una pareja de testigos de Jehovah cuyos hijos habían sido suspendidos por haberse negado a prestar el juramento de lealtad a la nación que se hace en todas las escuelas.

Una sentencia anterior, de 1940, había dado la razón al colegio por lo que había detrás del rito que los testigos de Jehovah consideraban idolatría: fomentar la unidad del país. El objetivo último era meterle en la cabeza a los niños la idea de Estados Unidos por la que tal vez un día tendrían que luchar. “Era para salvarlos de los nazis, ¡los nazis de verdad!”, exclamaba en clase Feldman haciendo de abogado del diablo para explicar el caso. “Pero no seas como los nazis para derrotarlos ¡Sé anti-nazi para derrotarlos!”, decía después.

La sentencia de 1943 consideraba estos argumentos en plena Segunda Guerra Mundial pero concluía que la libertad de expresión también incluye no obligarte a decir lo que no quieres y que limitar la discrepancia es una manera inapropiada e ineficaz de fomentar la unidad.

“Aquellos que empiezan una eliminación coercitiva de la discrepancia pronto se encuentran eliminando a los que discrepan. La unidad obligatoria de opinión consigue sólo la unanimidad del cementerio. Parece manido pero necesario decir que la Primera Enmienda de nuestra Constitución fue diseñada para evitar estos finales evitando esos principios. No hay ningún misticismo en el concepto americano del Estado o en la naturaleza o el origen de su autoridad… La opinión pública debe controlar a la autoridad, no al revés”, dice la sentencia.

Es tentador legislar contra los gritos más abominables y desinformados, pero a menudo las soluciones están en otro lado. El Estado debe intervenir para proteger a las personas concretas contra el daño físico y psicológico y la línea no siempre está clara. Para lo demás suele valer con cruzarse de acera, mirar hacia otra ventana, bloquear al gritón en Twitter y sobre todo no prestarle ningún altavoz.