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Razones y emociones para votar

Valencia ganará un escaño y León perderá uno en los comicios del 26 de junio

Octavio Salazar

Después de varias semanas dudando qué hacer el próximo 10 de noviembre, de repente se despejaron mis dudas, por más que persistan el cabreo, la desilusión y la poca esperanza. Cuando algunas calles de Barcelona ardían, y mientras que en otras miles de ciudadanos y de ciudadanas de Cataluña se manifestaban pacíficamente, yo tenía la gran suerte de participar en la rueda de hombres contra la violencia machista organizada en Valladolid. Hace unos meses, ASIES (Asociación Igualdad es Sociedad) me había pedido redactar el manifiesto que fue leído en todos los municipios que se sumaron a la iniciativa. Una vez más, fue emocionante comprobar cómo los hombres se posicionaban y cómo, aunque todavía con la timidez y la cautela de quien ha iniciado el proceso de mirarse como ser privilegiado ante el espejo, han empezado a entender que sin feminismo no hay democracia posible.

Las emociones políticas vividas en Valladolid fueron decisivas para entender que no podía renunciar a ejercer mi derecho al voto, el cual constituye nuestra herramienta más potente de transformación. Es justamente cuando votamos, y a pesar de las injusticias que genera nuestro sistema electoral, el momento en que todas y todos somos radicalmente iguales, en el que ejercemos esa porción de soberanía que nos corresponde y en el que se sustenta un maltrecho modelo de democracia representativa.

El sufragio es por tanto el más radical derecho democrático, tal y como lo explicó apasionadamente Clara Campoamor en las Cortes de 1931. Quizás no seamos todavía del todo conscientes, y en eso inciden el déficit de memoria y la frágil cultura política democrática de este país, de la gran fuerza que reside en el sufragio, del arma pacífica que tenemos en nuestras manos para, como mínimo, procurar que lo común responda a los objetivos que entendemos justos y para evitar que las amenazas de deterioro democrático se conviertan en realidades.

Por supuesto que a estas alturas resulta muy complicado avalar a quienes se supone que deberían haber velado por el bien común, como es obvia la debilidad de un sistema que nos ha demostrado que más que las reglas del juego, algunas de las cuales piden a gritos una reforma, son más bien los jugadores quienes han dado buena muestra de su incapacidad para gestionar la casa de todos y de todas en estos tiempos de mudanza. Lo más sensato habría sido que estos sujetos incapaces abandonaran el empeño y dejaran que otros y otras intentaran al menos coser las costuras de lo que dejaron apenas hilvanado.

En todo caso, eso habría sido tanto como abandonar el barco a su suerte y dejar en manos de los salvavidas la llegada a buen puerto. Por todo ello, y aunque me duela incluso la impotencia generada por unos meses de energías fallidas y testosterona suicida, no tengo más remedio que ir a votar. Puede que, sin la ilusión de otras veces, lleno de incertezas y sobre todo de miedos, pero lo haré porque entiendo que también es parte de mi responsabilidad ser sujeto del pacto y no renunciar al ejercicio del poder que me convierte en ciudadano.

El pasado 18 de octubre, cuando vi tan de cerca a algunos hombres, todavía pocos, diciendo que no a la violencia machista, tuve clarísimo que justamente por lo que representaba ese gesto, por todo lo que había detrás de sufrimientos, violencias e injusticias sufridos por mujeres, por lo que nos arriesgábamos a convertir en un objetivo devaluado o invisible, no tenía más remedio que acudir a las urnas y así, con ese leve movimiento que supone depositar el sobre en la urna, ser parte de lo que pase. Porque me resisto a que lo público acabe siendo algo externo a nosotros, de lo que nos desvinculamos en una interpretación maximalista y errónea de eso que Benjamin Constant denominó “la libertad de los modernos”.

Iré a votar el 10 de noviembre, y lo haré de la manera más feminista que pueda, o, mejor dicho, que me dejen las opciones que presentan, teniendo en cuenta todo lo que hace unos días recordaba en mis clases de Derecho cuando a mi alumnado les explicaba el “pecado mortal” de Clara Campoamor. Lo haré, como siempre lo hago, pensando en mis abuelas que durante décadas no pudieron hacerlo, en mi madre que tuvo que conformarse con dedicarse a sus labores, en mis alumnas que ahora son mayoría en mis clases y, sobre todo, en mi hijo que en este mes de noviembre llega a la mayoría de edad. Algunos podrán decirme que son solo argumentos emocionales, pero hace tiempo que comprendí que solo desde lo emocional es posible construir una ética compartida. Y que la razón solo merece el calificativo de ilustrada cuando incorpora las tensiones nutritivas que generan el cuidado, la empatía y la sororidad. Llamadme utópico, sí, pero prefiero serlo a dejarme llevar el próximo noviembre por la melancolía, esa emoción tan perversa que con frecuencia aprovechan los más espabilados para imponer su orden de las cosas.

Iré a votar, aunque sea solo, y no es poco, para evitar que el miedo me paralice como ciudadano. Para frenar, en la medida que mi porción de soberanía me lo permite, los intentos de regresión que, en materia de derechos, y sobre todo de igualdad, pretenden quienes siempre están dispuestos a salvarnos de algún enemigo. Para seguir soñando con el día en que al fin una mujer sea investida Presidenta del Gobierno por el Congreso de los Diputados y las Diputadas.

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