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Reservas

13 de octubre de 2025 21:52 h

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A veces soy lenta para darme cuenta de algunos desarrollos sociales (no los llamo avances a propósito, ni tampoco retrocesos; cada quien que los juzgue como le parezca). Luego, de repente, se me ocurre algo y empiezo a mirar a mi alrededor y a fijarme en que lo que yo creía un hecho aislado no lo es, sino que hay muchos más, y a partir de ahí empiezo a elucubrar sobre por qué sucede, si hay un interés concreto detrás de esos detalles que parecían no tener ninguna relación entre sí, a quién favorece, a quién le conviene, por qué se hace…

No siempre llego a una respuesta satisfactoria, pero me gusta darle vueltas y comentarlo por si alguien más lo ha notado y sobre todo por si ha llegado a una conclusión distinta a la mía.

¿Soy yo la única que piensa que nos están arrebatando la espontaneidad y, por tanto, una parte importante de nuestra libertad? Me explico.

Antes, cuando uno salía de su casa en su tiempo libre, muchas veces no tenía un plan preconcebido. Se echaba a la calle sin más y, si al cabo de un rato le apetecía comer por ahí, elegía un restaurante más o menos al azar, entraba, se sentaba a la mesa que más le gustaba y pedía lo que quería comer. Ahora en todos los restaurantes hay un cartelito que pone, en mejor o peor formulación, algún tipo de traducción de la frase en inglés estadounidense “Wait to be seated”, “Espere aquí a que se le asigne una mesa”. Esto, en Estados Unidos, tiene un sentido porque los camareros y camareras de un local no cobran un sueldo mensual, sino que viven de las propinas de los clientes. Por eso hay que organizar de algún modo que todos los que trabajan en la sala tengan mesas que atender y por eso hay que decirle a los clientes que les toca esta o la otra. En España no es así y, sin embargo, ya no puede uno sentarse donde mejor le parezca porque, aparentemente, han copiado la costumbre extranjera quién sabe por qué. Además, cada vez con más frecuencia, al llegar al restaurante, la primera pregunta es “¿Tenéis reserva?”, incluso cuando son las ocho menos cuarto y no hay nadie más. Si dices que no, que no has hecho reserva, suelen mirarte mal, como si fuera una desfachatez presentarte en el restaurante sin avisar, como si fueras a una casa particular donde no has sido invitado.

En los hoteles tenemos las mismas: tienes que llegar con tu reserva, tu “voucher” y haber elegido previamente las características de la habitación que deseas y los servicios que necesitas. Es dificilísimo llegar a un hotel sin más, como se hacía en el pasado, pedir una habitación y que te la den, sin mirarte como si fueras marciano. Antiguamente, te enseñaban las que tenían libres y tú elegías la más te gustaba o convenía. Ahora todo tiene que estar pactado de antemano y a veces incluso pagado de antemano. Siempre puedes añadir servicios, eso sí; quitar no. Si te das cuenta de que el precio de la habitación llevaba desayuno y que cada desayuno cuesta tanto como una comida o una cena, no puedes quitarlo. Puedes no consumirlo, claro, pero lo pagas.

Vas a un museo o a una exposición y, si no has tenido la precaución de comprar las entradas en línea -además para una hora concreta de visita, el famoso slot- la mayor parte de las veces te quedas sin entrar porque en la ventanilla ya no quedan. Lo mismo sucede en los monumentos, catedrales, etc. Y por supuesto con obras de teatro, musicales, espectáculos de todas clases…

Para coger un tren o un simple autobús entre dos pueblos también tienes que comprar tu billete, a ser posible por internet (de hecho hay billetes que no te venden en ventanilla; a mí ya me ha pasado) con suficiente antelación. Tienes que saber cuándo vas a ir a ese pueblo, y a qué hora, y cuándo quieres volver.

Lo que hacíamos antes los jóvenes de comprarnos un Inter Rail y pasearnos por Europa sin más constricción que el gusto espontáneo de cada momento era la libertad en estado puro. Esa maravillosa libertad de subirte a un tren por puro capricho, porque te gustaba el nombre de la ciudad de destino y, una vez allí, buscar un hostal y ver si tenían habitación… eso ya se ha perdido. O conocer a un grupo de gente simpática y unirte a ellos… tampoco se puede, porque ya todo el mundo tiene sus entradas, sus reservas, sus planes establecidos.

Ahora hay que tenerlo todo planeado, saber cuándo vas a salir a cenar y qué quieres cenar y dónde; y con cuántas personas, porque si has reservado para seis, en muchos locales no se animan a ampliar a ocho o a diez. Cuando te vas de viaje, tienes que tener una agenda hecha: tal día toca la Alhambra (pero como reservamos demasiado tarde, hay que madrugar y estar allí a las ocho), tal día tenemos entradas para tal concierto y antes (o después) comemos en tal restaurante; nos gustaría quedarnos dos días más en el hotel que nos ha sorprendido agradablemente, pero al no tener reserva, no es posible; además el día siguiente ya tenemos reservada la entrada de tal monumento y tal espectáculo de danza…

Recuerdo cuando mucha gente se negaba a hacer los típicos viajes organizados, en autocar, porque no querían ser “turistas”, sino “viajeros” y moverse libremente, con espontaneidad y ligereza; quedarte horas en un lugar hasta que la luz fuera adecuada para la foto que querías hacer; o tener el tiempo necesario para dibujar y pintar a la acuarela, sin que el guía te diera prisas porque la visita del castillo tenía que durar dos horas, luego el restaurante nos esperaba y luego había que llegar al hotel de la siguiente ciudad. Ahora hacemos eso voluntariamente y además usamos nuestro propio tiempo para organizar el viaje; y tenemos que renunciar a nuestra libertad y espontaneidad porque si nos entretenemos mucho en un sitio, nos perdemos la siguiente entrada o el siguiente hotel.

¿Cómo hemos llegado a esto? ¿Cómo nos hemos vuelto tan disciplinados que, si tenemos entradas para tal museo a las diez y cuarto y está lloviendo a mares, nos fastidiamos en la cola porque, si no estamos puntuales a las diez y cuarto, nos lo perdemos? 

Claro que para eso está el capitalismo: si estás dispuesto a pagar más, te ahorras la cola, o puedes cancelar una reserva “sin coste adicional” (porque ya lo has pagado al elegir la opción que te permite cancelar, claro), o puedes ser de los primeros en subir al avión y llenarlo todo con tus bultos, o llevar más peso… todo es cuestión de pagar más. Salvo la libertad y la espontaneidad, que aún no han encontrado forma de garantizarnos. Pagando, se entiende.

No me extrañaría que pronto empiecen a ofrecernos: “entre al museo a la hora que quiera con nuestra nueva entrada ”premium“”; “llegue al restaurante cuando prefiera, sin avisar, pagando un tanto por ciento más sobre la consumición”; “participe en nuestra subasta de habitaciones al llegar al hotel y quédese con la mejor por un poquito más”; “alójese en nuestro apartamento, sin reserva, pagando en el último minuto algo más que la persona que ya lo tenía reservado.”

Creo sinceramente que, en el fondo, todo se debe al capitalismo feroz, tan omnipresente que ya casi ni vemos, pero también creo que de algún modo -aunque no sepa quién o qué está detrás- nos están acostumbrando a renunciar a nuestra libertad “para que todo sea más cómodo” y, la verdad, cambiar libertad por comodidad a mí, al menos, me resulta más bien preocupante en cuanto miro hacia la sociedad del futuro que estamos construyendo ahora.