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Rosarios y ovarios

Protesta de trabajadores de las clínicas contra el acoso en sus puertas.

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Parece mentira, a estas alturas de la historia, que tengamos que seguir defendiendo, incluso volver a defender, la propiedad de nuestros cuerpos y de nuestras vidas de los abusos y la violencia de congéneres oscuros que pretenden dominarlos, apropiarse de nuestra libertad de ser y decidir. Lo estamos viendo con el repunte de las agresiones contra las personas LGTBIQ+. Lo estamos viendo sobre las personas que quieren ejercer el derecho que recoge la ley de eutanasia sobre el término de su tiempo vital. Lo estamos viendo sobre las mujeres que ejercen su derecho a la interrupción de un embarazo que única y exclusivamente atañe en su cuerpo y a su biografía. Pedro Zerolo ya nos advirtió de que es muy difícil lograr los derechos pero muy fácil volver a perderlos (prefiero decir recuperar porque los derechos pertenecen y, si hay que luchar por ellos, es porque han sido usurpados).

Parece mentira que justo ahora se produzca ese afán de control sobre la libre autodeterminación de la existencia ajena, justo cuando debiéramos estar aunando esfuerzos frente a los graves problemas colectivos que nos acechan o que ya son un hecho de consecuencias dramáticas, como la destrucción de un planeta sin el que nuestra especie y las otras no podrían sobrevivir o el evitable cambio climático, que es y será fuente de catástrofes y de un enorme sufrimiento. A los congéneres oscuros no les importa demasiado todo eso, aunque también les afecte a ellos; lo que les importa es lo que hacen las demás con sus propios cuerpos, aunque a ellos no les afecte lo más mínimo y aunque con ello añadan daño individual al daño colectivo. Oscuros y necios.

Los congéneres oscuros andan por todas partes conculcando los derechos de los cuerpos ajenos, algo que debiera estar muy vigilado por las fuerzas democráticas, pero que no lo está. El derecho de las mujeres al aborto libre y seguro, por ejemplo. En España está regulado por una ley cuya prestación no es efectiva en todo el Estado y que incluso puede ser denegado por la sanidad pública. Los feminismos lograron recuperar esa autodeterminación de las mujeres sobre sus cuerpos y sus vidas, pero los congéneres oscuros las acosan ante los centros que practican la interrupción del embarazo, cuando van a ejercer la libertad de esa interrupción, del mismo modo que muchos profesionales las acosan al negarse a cumplir con esa obligación en hospitales públicos que pertenecen también a las mujeres que deciden abortar.

Estas razones han impulsado al Gobierno a una modificación de la ley que impida que en esos hospitales la plantilla al completo pueda alegar objeción de conciencia para realizar abortos, o que en ciertos territorios autonómicos no se disponga de ese derecho. Ahora sucede que las mujeres que libremente acuden a abortar se encuentran con grupos de congéneres oscuros que las hostigan y amedrentan, aunque dicen que solo van a rezar por ellas. Con la Iglesia seguimos topando, tantos años después de que los feminismos les recuerden que tienen que sacar sus rosarios de nuestros ovarios. No aceptan que nuestros cuerpos son soberanos y nosotras, soberanas sobre nuestros cuerpos. Nada es la iglesia católica frente a esa soberanía, ni uno solo de sus secuaces (ya sean partidos políticos o particulares) es nadie para arrogarse en algualcil de lo que no les pertenece. Nosotras parimos, nosotras decidimos.

El derecho a decidir libremente y de manera voluntaria si una mujer quiere o no continuar con su embarazo y traer una criatura al mundo solo le corresponde a ella como un derecho humano, sexual y reproductivo, y el acceso a la interrupción ha de ser legal, seguro y gratuito si aspiramos a una sociedad igualitaria, que no puede ver obstaculizado y restringido ese avance por el peso de una religión que, además de machista, patriarcal e hipócrita (sus mujeres también abortan, doy fe), no está legitimada para gobernar a las ciudadanas de un Estado aconfesional. Nuestro cuerpos y nuestras vidas no son asunto suyo. Somos ingobernables, señores.

Entre los secuaces políticos de los señores de la sotana -los del PP y los de Vox- están esos diputados que llaman “bruja”, “borracha”, “loca” o “infanticida” a una mujer. Por supuesto, votaron en contra de la proposición de ley que el PSOE presentó el otro día en el Congreso, pero además aprovecharon para seguir haciendo del hemiciclo un escenario para su sostenida estrategia del insulto y la crispación. Todos esos epítetos lanzó el voxero José María Sánchez García a la socialista Laura Berja. A falta de sables, ‘que hablen de nosotros aunque sea mal’ se ha convertido en su burdo ruido parlamentario. Son los mismos, claro, que dicen que tratar de frenar el hostigamiento de los acosadores de mujeres ante las clínicas donde van a abortar, que esté penado por ley que las llamen asesinas, es ir contra la libertad de expresión. Tiene gracia lo que entienden los franquistas por libertad de expresión.

Es una evidencia, pues, que los derechos recuperados a medias sobre nuestros cuerpos están tratando de ser usurpados de nuevo por esos congéneres oscuros con hábito o corbata. Y es obvio que, ante ello, las mujeres feministas debemos resistir, rebelarnos, defender nuestra autonomía y apoyar a la ministra de Igualdad, Irene Montero, en su trabajo de modificación de la ley del aborto. Todas las mujeres que se digan feministas deben mostrar ese apoyo. Las que no lo hagan estarán abandonando a las mujeres que son acosadas en las clínicas, dando la espalda también a las que son abandonadas en los hospitales públicos, repudiando también a las que les es arrebatada la soberanía sobre sus cuerpos. Las estarán traicionando. En tiempos en que los rosarios quieren volver a oprimir nuestros ovarios, las mujeres feministas no podemos permitirnos el dar ni un paso atrás. Nadie ha de rezar por nosotras.

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