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Por qué Rubalcaba (y todos los demás políticos) no se entera de nada cuando habla de corrupción

Alfredo Pérez Rubalcaba, ministro en 1992, fue elegido diputado en el Congreso por primera vez en 1993.

Iñigo Sáenz de Ugarte

¿Son los políticos una casta endogámica que aprovecha cualquier oportunidad para llenarse los bolsillos con el dinero de los contribuyentes? Esta visión, tan indiscriminada como presente en las conversaciones que mantienen muchos españoles sobre la crisis, es rechazada con espanto por los políticos. Desde hoy, parece tener un nuevo promotor, y no es otro que el líder de la oposición.

Alfredo Pérez Rubalcaba dice tener un plan para luchar contra la corrupción. Su elemento fundamental es la constitución de una Oficina Anticorrupción dentro de la Administración del Estado, “un conjunto de personas del máximo nivel, inspectores que puedan ir a las administraciones a ver qué hace cada uno de los que están allí, los 'hombres de negro' de la Administración pública”.

Resistamos la tentación de hacer chistes (malos) sobre los “hombres de negro”, sea su función servir de brazo ejecutor de la troika en la eurozona o vigilar a los extraterrestres que han llegado a la Tierra.

Hay otro detalle más relevante. Rubalcaba lo llamó “unidad de asuntos internos”. Las unidades de asuntos internos de la policía se basan en un principio, desagradable pero realista: en algún lugar un policía está cometiendo un delito y, por escandalosa que parezca la idea a otros policías --en especial, si son compañeros del sospechoso--, alguien debe investigarlo.

Así que ya tenemos a uno de los políticos en activo de primer nivel que más tiempo lleva en un cargo público o de partido reconociendo alegremente que la cosa está tan mal que o rastreamos cada oficina de la Administración pública o no tenemos posibilidades de atrapar a los corruptos. Quizá no todos los políticos sean unos corruptos, pero lo que dice el líder del PSOE supone poner el listón realmente bajo.

Además, la realidad es que los casos más alarmantes de corrupción no se producen en todas las oficinas. No hay que preguntar a todo funcionario presente “qué hace cada uno de los que están allí”. Esos casos tienen lugar en los despachos del poder, sea local, autonómico o nacional. Está donde los responsables tienen la firma que permite conceder contratos a las empresas sin los criterios de eficacia y rentabilidad necesarios, y sobre todo sin ninguna transparencia. O la firma para contratar a familiares, amigos y aliados del partido (¿pongamos en Galicia y Andalucía?), para reforzar las redes clientelares que faciliten la adhesión a un partido o un dirigente. O la firma que consigue recalificar como por arte de magia inmensas parcelas donde se espera un negocio de millones o decenas de millones del que se desprenderá una porción que servirá para financiar campañas electorales (¿pongamos en Galicia y Andalucía, o en Cataluña y Madrid?).

Rubalcaba se equivoca, pero no por lo que decía González Pons. Lo que de verdad escandaliza a la gente no es que haya políticos que roben. Los hay también, por ejemplo, en Alemania o EEUU. Lo que pone de los nervios a todo el mundo es la impunidad.

Es ver a Jaume Matas esperando en su casa la respuesta del Tribunal Supremo a su recurso cuando ya no hay presunción de inocencia que valga, ni siquiera en sentido jurídico, porque ha sido condenado en primera instancia. Es ver los años que tardó la Justicia en llevar el caso de financiación ilegal de Unió a un desenlace. Es ver al alcalde de Sabadell regresar a su despacho del Ayuntamiento jaleado por el PSC. Es ver a Artur Mas decir que la imputación formal de corrupción no es de por sí un asunto tan grave. Es ver a Carlos Fabra jugando con la Justicia durante años. Es ver a la imputada alcaldesa de Alicante que sigue asignando contratos a empresas dirigidas por imputados. Es ver a un tesorero tras otro del PP implicado en asuntos turbios de sobornos. Es ver cómo el caso de la financiación ilegal del PP madrileño a través de la Fundación Fundescam desaparece en las tuberías de la Justicia a causa de la siempre oportuna prescripción. Es..., bueno, la lista sigue y es tan larga como deprimente.

El problema de la respuesta a la corrupción no está en la Justicia, aunque siempre habrá alguna medida que se pueda poner en marcha. Hay que tener mucho cuidado con pedir una Justicia más rápida, porque no hay Justicia más rápida que la turba armada con antorchas y horcas.

El problema son los políticos, y hasta que estos no lo asuman no habrá solución que sea creíble.

La gente podría decir que la mejor manera de que no haya políticos corruptos es que no haya políticos que roben, y si los hay, que sean rápidamente apartados por sus partidos. Probablemente, de forma temporal y sin perder por completo los derechos políticos que obtuvieron en las urnas, porque sí hay inocentes que son acusados injustamente. Pero nadie comprende que un cargo público imputado por corrupción continúe teniendo acceso a los fondos públicos. ¿Cuándo se ha visto que a un presunto delincuente se le permita seguir teniendo en su poder el instrumento que le permitió cometer esos delitos?

Me atrevería a decir que el problema tampoco son los empresarios, aunque no hay soborno sin que alguien ofrezca dinero. Rechazar el dinero que ofrece alguien con intereses económicos no es una opción, ni un gesto valiente, sino la obligación de cualquier político. De lo contrario, no se puede afirmar que la mayoría de los políticos son honrados. Nadie es corrompido. Hay gente que se deja corromper y hay gente que se niega a caer tan bajo.

Y con respecto al impacto económico de la corrupción, de la que se han beneficiado muchas empresas constructoras, nada tiene más repercusión que el trato de favor que los gobiernos conceden a las grandes corporaciones en los sectores de la energía, los combustibles, la banca, las telecomunicaciones y otros, creando oligopolios donde no existe una auténtica competencia y el sistema de economía de mercado se convierte en un espectáculo de ficción donde los primeros perjudicados son los consumidores y usuarios.

Si la solución no consiste en decir que no hay solución posible porque todos los políticos son unos corruptos, tampoco lo es afirmar, como sugiere Rubalcaba, que todos los empresarios son unos corruptos, y de ahí que haya que prohibir las donaciones a partidos.

Más de 20 años después de su llegada a un Ministerio, Rubalcaba sigue sin entender que la primera regla de la limpieza en política es la transparencia. Crear incentivos para que la gente tenga más información sobre el sistema de toma de decisiones en la Administración y para que los políticos se sientan más vigilados. Eso no los convierte en sospechosos. Aumenta su responsabilidad y les obliga en teoría a ofrecer cuentas de forma permanente. Hace que las instituciones no sean un espacio cerrado en el que los ciudadanos no están autorizados a indagar. Por dar el ejemplo de un caso reciente, no permite que un alcalde como el de Sevilla diga que está prohibido grabar un pleno porque alguien pondrá las imágenes en Internet.

Sería además una medida que quitaría poder a los políticos y se lo daría a los ciudadanos, y así se debería vender a la opinión pública. ¿Quieren mejorar esa imagen que está tan hundida que casi da vergüenza? Puede ser un buen comienzo si la futura ley merece llamarse de transparencia.

¿Qué hizo Rubalcaba cuando estaba en el poder y en condiciones de promover una ley de transparencia? Nada, que se sepa. ¿Qué está haciendo ahora cuando el PP y el PSOE están negociando una ley que ha nacido como un anteproyecto timorato y restringido? Encargar los contactos a José Enrique Serrano, jefe de gabinete de Felipe González, Joaquín Almunia y José Luis Rodríguez Zapatero, un político que no da entrevistas y cuya función pública ha sido siempre la de guardar los secretos del poder.

Y ahora imaginemos a uno de esos “hombres de negro” entrando en un despacho vigilado por alguien como Serrano o su equivalente en el PP. ¿Alguien se imagina lo que sacaría en claro?

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