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Seguridad social, una historia de éxito

Imagen de archivo de una pareja de ancianos paseando.

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El nuestro es un país al que le cuesta reconocer las cosas que hace bien. La crítica ayuda a avanzar socialmente, pero la autoestima colectiva, reivindicando lo conseguido, es imprescindible para consolidar los avances. No se defiende lo que no se valora.

Entre las cosas de las que la sociedad española debe sentirse orgullosa, con todos los matices que se quiera, es del sistema público de seguridad social. Una de las joyas de la corona, republicana (res pública).

Dos datos lo ilustran. En 1978 la seguridad social protegía a 3,6 millones de pensionistas, destinando a ello menos del 5% del PIB. En estos momentos se dedica el 13% del PIB a pagar 10,01 millones de pensiones a 9,07 millones de pensionistas. 

Este éxito lo ha protagonizado la sociedad española en un período mucho más breve que el resto de los países europeos. En un contexto de continuas crisis y de hegemonía ideológica del ultraintervencionismo de clase, disfrazado de ultraliberalismo. O sea, contra viento y marea.

A mi entender dos han sido las claves. De un lado, una clara apuesta reformista que ha permitido adaptar el sistema a los muchos cambios vividos. Con reformas periódicas que han actuado de antídoto frente a las propuestas de sustitución del sistema público por otro de capitalización individual y de dique de contención ante las pretensiones de debilitar la cobertura de las pensiones con el reiterativo argumento de su insostenibilidad financiera. 

De otro, la apuesta por la concertación social y política, sobre todo a partir del Pacto de Toledo de 1995, como mecanismo de implementación de las reformas. Lo que no excluye momentos de conflicto, incluso huelgas generales, pero también grandes acuerdos. 

Algunas voces llevan décadas, aún hoy, exigiendo una reforma en profundidad, como si nuestro sistema no hubiera vivido continuas reformas (1985, 1996, 2002, 2006, 2011, 2021, 2023). Otra cosa es que no se haya hecho en la dirección que sus críticos desearían. 

Este impulso reformista se inició en 1978, con la transición de un sistema segregado en mutualidades laborales, cada una con su caja diferenciada, a otro con Caja única y solidaria. Hasta entonces proliferaban numerosos regímenes especiales. Unos, hijos de la historia, como el de la minería; otros, nacidos de las relaciones clientelares del franquismo, como los de toreros o futbolistas profesionales, entre otros. 

Lo destaco porque aquella reforma, nacida por cierto de los Pactos de la Moncloa, supuso el inicio de un proceso de armonización- que está a punto de culminar 45 años después- basado en la solidaridad entre personas, colectivos, territorios y generaciones. 

En este trayecto se ha casi triplicado el gasto de pensiones, siempre de manera sostenible, a pesar de las innumerables veces en que se ha vaticinado su quiebra. Se ha modificado la estructura de los ingresos, con una mayor aportación de los de origen fiscal, que ya alcanza al 19% del total, sin romper la lógica contributiva que relaciona las cotizaciones aportadas con las prestaciones recibidas. 

Se ha ampliado el universo de personas protegidas. Sobre todo, a partir de la creación en 1991 y fruto de la concertación social nacida de la huelga general del 14 diciembre de 1988 de las pensiones no contributivas que hoy perciben más de 3 millones de personas. 

Las sucesivas reformas han conseguido mitigar los impactos que en términos de desigualdad provoca en el sistema de pensiones la precariedad proveniente del mercado de trabajo y una sociedad desigualitaria. Así, los complementos a mínimos de las pensiones contributivas, que hoy benefician a 2,2 millones de personas (el 22% del total). También la mejora de las pensiones no contributivas (un aumento del 15% en 2023). O los mecanismos para cubrir lagunas de cotización provocadas por vidas laborales inestables que afectan especialmente a las mujeres. 

Estas mejoras han ido acompañadas de muchas reformas parciales, que algunos desprecian pero que han supuesto cambios profundos y racionalizadores. Como el derecho a la jubilación anticipada, que se instauró en 2002, en el marco de un sistema flexible de acceso a la jubilación (ordinaria, anticipada, parcial, diferida). En este tránsito, la edad media de acceso a la jubilación ha evolucionado de los 63,6 años del 2005 a los 64,8 del 2022 sin especiales traumas colectivos, aunque tenga impactos negativos en las personas que pierden el empleo al final de su vida laboral. 

También se ha actuado en el aumento del período de cálculo de la base reguladora. Desde los dos años que había hasta 1985 -lo que permitía la “compra de pensiones”, especialmente de los autónomos, por la vía de aumentar las bases de cotización en estos últimos años- hasta la actual reforma. Esta transición se ha producido de manera progresiva, con medidas a largo plazo, criterios de flexibilidad y en algunos casos, como en 2011 y ahora, con derecho de opción a la fórmula más favorable. 

Nadie duda de que el sistema de pensiones debe ser sostenible económicamente, pero algunos se olvidan de que también debe serlo socialmente para cumplir las funciones que le mandata el artículo 41 de la CE. Ese equilibrio entre la sostenibilidad social y la financiera es el que, a mi entender, se ha logrado durante estos 45 años. 

Es, por supuesto, legítimo criticar la reciente reforma, pero sería deseable que fuera con rigor. La CEOE no puede alegar exclusión de una negociación en la que le hemos visto participar durante dos años y que en su primera etapa se cerró con un acuerdo en diciembre del 2021. También sería oportuno un poco más de modestia en las predicciones de futuro por parte de los que llevan décadas anunciando la insostenibilidad del sistema. Ya en 1995 las entidades financieras nos sepultaron con informes que anunciaban su quiebra en el año 2000. 

Las críticas, incluidas las honestas y no interesadas, deberían ser más prudentes en los argumentos que utilizan. No pueden usar el conflicto entre generaciones, afirmando que con las actuales reformas se castiga a los jóvenes, quienes en el 2013 defendieron el “mecanismo de sostenibilidad” del PP, hoy afortunadamente derogado. Aquel era un ajuste drástico que comportaba la reducción progresiva de las pensiones futuras, que iba del 0,56% menos a los nacidos en 1954 hasta un 23% menos para los nacidos en el 2003. Al tiempo que condenaba a los actuales pensionistas a la práctica congelación de sus pensiones (0,25% de revalorización máxima). Es sintomático comprobar que quienes, desde diferentes frentes, se oponen a la actual reforma no aportan ninguna alternativa, pero tampoco se atreven a resucitar la del PP del 2013. 

En el intento de confrontar generaciones se califica de excesivamente generosas a nuestras pensiones de jubilación, obviando que cerca del 55% están por debajo del salario mínimo. Incluso se imputa a la “generosidad” de las pensiones la responsabilidad de la falta de recursos para otras políticas sociales. Sin duda, los recursos públicos no son ilimitados, pero el actual nivel de inversión en protección social puede aumentar, sobre todo si se aborda la urgente reforma fiscal. El principal obstáculo no viene de la falta de recursos, sino de la clara voluntad política de crear un sistema dual de acceso a la educación, la sanidad o la dependencia, en el que la cobertura y la financiación privada sean muy importantes. Exactamente lo que han intentado hacer con las pensiones, reduciendo la cobertura de las públicas, sin conseguirlo.    

Con la actual reforma se rompe con el determinismo de que el equilibrio financiero solo se puede conseguir con la reducción de las pensiones futuras y se ha decidido intervenir en profundidad sobre el aumento de los ingresos, fiscales y contributivos. 

Por supuesto nadie está en condiciones de garantizar la sostenibilidad absoluta del sistema en el 2060 y menos en un escenario con tantas incertidumbres a nivel global. En las próximas décadas, fruto de la incorporación de nuevas cohortes de pensionistas, se va a producir un importante aumento del gasto que se calcula entre el 15% y el 16% del PIB. En línea con el resto de la UE.

Su viabilidad futura va a venir determinada, como así ha sido durante décadas, por tres parámetros que no dependen del BOE. Nos la jugamos en la intensidad del empleo que se cree en los próximos años, y España, con una tasa de ocupación baja, tiene mucho margen para recorrer en este terreno. También en la calidad del empleo, donde la reciente reforma laboral y las subidas del SMI y su impacto en el conjunto de los salarios están incidiendo de manera positiva en el aumento de los ingresos por cotización. 

Va a ser determinante, como siempre, la mejora de la productividad. Y, en este sentido, no parece una buena receta insistir en las estrategias competitivas de reducción de costes laborales. Obviando que en los últimos doce años en España han crecido solo un 15% frente a la media del 26% de la UE. 

La crítica al aumento de las bases máximas, a la cuota de solidaridad de los salarios más elevados, ignora a propósito algunas cosas. Por ejemplo, que los tipos de cotización a la seguridad social han bajado en estas décadas desde el 34,30% (29,15 empresarial y 5,15 de trabajadores) de 1978 hasta el 28,30% (23,60 empresarial y 4,70 de trabajadores) del 2022. 

Esta última reforma confirma que la seguridad social española es una historia de éxito que ha sido posible por el compromiso del conjunto de la sociedad. Como siempre, unos más que otros, pero como no se trata de repartir medallas, a quienes tengan interés en medir los esfuerzos realizados les sugiero que indaguen quién ha sido el sujeto colectivo que ha estado siempre presente en todos los momentos, en las movilizaciones y huelgas generales y también en todos los acuerdos, asumiendo en ocasiones el coste de los pactos. Ahí puede estar una de las claves del éxito colectivo.

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