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Siete teras y tres gargantas

Mariano Rajoy y su ministro de Interior, Fernández Díaz, en una imagen de archivo.

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El primer signo de la corrupción en una sociedad que todavía está viva es que el fin justifica los medios"

Georges Bernanos

Lo que están leyendo estos días no es el ventilador de Villarejo. De hecho que Villarejo no tenga nada que ver con los siete terabytes de información sobre la guerra sucia practicada por el Gobierno de Rajoy contra sus adversarios políticos es una garantía de que esto va en serio. Ni siquiera podemos llamar a la delincuencia organizada desde el Gobierno “Operación Catalunya” porque sería restrictivo: los independentistas fueron víctimas de esta macro operación pero también empresarios, fiscales, abogados y todos aquellos que tenían algo que el PP quería destruir. Para ello utilizaron la más terrorífica arma existente que no es otra que la utilización de los poderosísimos instrumentos con los que el Estado debe proteger a la ciudadanía contra esa misma ciudadanía, intoxicando el sistema, incluido el judicial, con mentiras a medida de sus deseos. El Gobierno de Rajoy no sólo espiaba ilegalmente; además fabricaba falsedades que convertía en procesos contra sus enemigos. Nada más terrorífico de imaginar, nada más destructor de un Estado de derecho. 

Esta trama de delincuencia organizada desde el poder gubernamental no costó vidas físicas, como la de los GAL, pero sí ha costado libertades, patrimonios, trabajos y hasta prestigios para muchos ciudadanos inocentes. A muchos los persiguieron por sus ideas –como a los independentistas– y a otros sencillamente porque sus actividades molestaban a sus objetivos partidistas. Estremece. Todo ello no hubiera sido posible sin la complicidad activa o pasiva de otras muchas personas: los periodistas que publicaban informes falsos sin contrastar, los fiscales que no acusaban, los jueces que despejaban la pelota mediante excusas para no investigar, los que tienen los datos pero no los investigan, los que han callado y los que han preferido mirar para otro lado intentando convencerse de que cuando tapaban la mayor grieta en el sistema democrático desde el terrorismo de Estado, en realidad estaban defendiendo patrióticamente eso que se ha dado en llamar Razón de Estado.

Ahora van a salir a la luz los nombres de muchos de ellos y los leerán en este mismo diario, que abandera la investigación. Esto no es el batiburrillo de Villarejo y su mezcla de verdades, mentiras y fanfarronadas; esto es una acción de denuncia estructurada, ordenada, documentada y contrastada que no ha hecho sino empezar. Ya hemos comprobado hasta ahora cómo no era cosa de un jefe de la policía corrupto o dos o tres sino de un marco general del que se informaba puntualmente al presidente del Gobierno. A partir de ahora viene lo bueno, porque tampoco era Interior el único ministerio pringado en la cloaca.

Y luego están los encubridores. Muchas de estas operaciones de espionaje o involucramiento espurio se han ido conociendo a trancas y barrancas y  sobre esa base se han presentado querellas y denuncias para buscar justicia por unos hechos graves para los individuos concernidos, para las ideas políticas perseguidas y para toda la población porque, recuerden a Niemöller, cualquiera podríamos haber estado en su línea de tiro. Acusaciones falsas, persecuciones injustas, banquillos asentados en montajes que fiscales y jueces han desechado investigar, de eso se trata. Desde juzgados de Instrucción de Madrid o Barcelona hasta la Audiencia Nacional, el Tribunal Supremo o las fiscalías, la pléyade de actores jurídicos que han contribuido a mantener en un limbo judicial hechos tan graves en amplia y, créanme, va a quedar al descubierto. ¿Qué piensan si les digo que hay un juez central que tiene en su poder todos estos documentos desde hace años y dice que no ha podido desencriptarlos? ¿Qué hará ahora que los podrá leer en el desayuno sin traba alguna? Esta trama inmunda nunca hubiera sido posible sin la connivencia activa o pasiva –por no hacer o por mirar para otro lado– de jueces, fiscales y periodistas. El mismísimo fiscal jefe Luzón dijo con todo el cuajo en 2021 al otro medio que participa en esta investigación, La Vanguardia: “No hay evidencias de ilegalidades en la Operación Cataluña”. Falta de olfato y de ganas o algo más. Evidencias no le faltarán ahora.

Siete terabytes de documentos y tres gargantas profundas se disponen a desplegar ante la ciudadanía el mayor escándalo en décadas de la democracia española, con unas consecuencias cifradas documentalmente en pérdidas millonarias, en días de cárcel no recuperables y en el estrés anímico y social de pasar años sometidos a procedimientos totalmente espurios con la única finalidad de neutralizarlos.

Aún queda periodismo dispuesto a ventilarlo, justicia poética para contrarrestar al que se malvendió sirviendo de pantalla acrítica de esta delincuencia partidista ajena a cualquier concepto de Estado de derecho.

Por primera vez serán públicas las pruebas sistematizadas y ordenadas. Por primera vez, con ambas cosas, los perjudicados podrán acudir a una Justicia que ya no tendrá excusa alguna para evitar investigar el segundo mayor escándalo de nuestra democracia (antepongo el GAL por las vidas segadas). 

Obviamente es un tema que el Gobierno puede utilizar contra el PP, en tanto en cuanto Feijóo no sea capaz no sólo de separarse de ello sino de exigir en primera fila que esta ignominia democrática sea purgada. Obviamente los independentistas podrán demostrar que muchas de las causas impulsadas contra ellos fueron falsas e injustas y eso hará más comprensible la amnistía. A mí esa perspectiva me parece mucho menos importante que el hecho de que el sistema democrático español sea capaz de purgar la inmundicia como hizo en otras ocasiones. Tal vez sea la forma de demostrar que el presidente de la Generalitat no lleva razón cuando dice que la independencia es la única manera de escapar a estos ataques inaceptables del Estado. Reforzar la vida democrática es la única forma de reforzar la unidad, si de eso se trata.  

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