Cuando el silencio es violencia
“Es que tú no lo conoces”, dice Carmen cada vez. A veces necesita desahogarse con alguien, pero siempre que lo hace encuentra caras extrañadas, ojos juiciosos, frases de alerta. Y cada una de las veces, se promete a sí misma que ya no lo contará más, porque siempre se arrepiente. No merece la pena, por dos minutos de desahogo, preocupar a la gente como si pasara algo grave. O peor aún, como si su pareja fuera un monstruo.
“Deja a ese tío”, le dijo su compañera de trabajo hace dos semanas. Fue la última a la que intentó contarle cómo era él, por si ella le daba pistas o consejos sobre cómo manejar la situación. Tampoco lo había entendido.
“Es muy bueno, sólo que a veces no está bien, yo sólo necesito saber cómo lidiar con sus momentos malos”, le había contestado Carmen. Su compañera se había encogido de hombros: “él también es todos esos momentos malos, no sólo los buenos”.
No era la respuesta que Carmen necesitaba. Ella necesitaba consejos de verdad. Sólo esperaba trucos tipo “Será una mala racha, dale tiempo y espacio”, pero que le funcionaran de verdad. De ninguna forma quería soluciones radicales que iban a hacerla más infeliz.
Pero como infeliz ya estaba, y se había negado a contar sus miedos y sus penas a nadie a quien tuviera que volver a ver, una tarde que él estaba jugando un partido de baloncesto, cogió su bolso y se presentó sin cita en una psicóloga que había cruzando la M30, a 5 minutos de su casa. Había visto el cartel con flores doradas con letras negras muchas veces, y había fantaseado con cómo seria su consulta. Su nombre le gustaba, le parecía de confianza. De noche, a veces, cuando no podía dormir por sus discusiones de siempre, se decía que al día siguiente iría. Sólo para ver cómo era aquella. Pero nunca terminaba de ir.
Aquella tarde fue diferente. Él no le hablaba desde el día anterior. La había pillado hablando con su madre por teléfono... llorando más bien. La escuchó decirle que habían peleado, que por eso lloraba. No dijo mucho más, pero fue motivo suficiente para que él no cruzara con ella ni una palabra más. Cenó muy despacio mirando la tele, mientras ella le preguntaba si tenía más hambre. Nada. Cogió el móvil y habló con amigos por Whatsapp. Ella le preguntó si veían algo en la tele. O si hablaban de qué pasaba. Lo que él quisiera. Él se rió. Pero no era por nada que ella hubiera dicho, porque para él, Carmen no estaba en la habitación. Así entendió ella que reía por alguna ocurrencia de sus amigos. Cuando dieron las 12, él bostezó y se levantó del sofá. Ella, que estaba viendo la tele sin verla, dio un respingo. Ya era hora de ir a dormir. Le siguió a la habitación y se acostó a su lado. Le dio las buenas noches, y la única respuesta que recibió fue él girándose sobre mí mismo y dándole la espalda.
Carmen sabía que, por su propio bien, mejor no insistir. Si él se daba la vuelta para dormir, cualquier intento de conversación acabaría con ella llorando en el baño, presa de la ansiedad.
Al día siguiente, más de lo mismo. Desayuno en silencio. Él salió de casa, ella no sabía dónde había ido. Sus días libres habían coincidido y podrían haber hecho cualquier cosa, desde intentar arreglarlo a perdonarse mutuamente. Ella sentía que necesitaba ser perdonada. Era verdad que en el pasado ya le había advertido que no quería que contara a nadie cosas privadas de la relación. Cosas como que discutían si ella llegaba a casa 20 minutos tarde por un retraso en el cercanías. Cosas como que ella recibiera Whatsapps de algún amigo más allá de las 22:00. “Si un tío te escribe más tarde de las 10 de la noche es que quiere follar”, le decía siempre. Desde la última bronca que tuvieron a cuenta de eso, ella se había puesto una alarma a las 22:00 para poner en modo avión su teléfono móvil. Problema resuelto.
Pero había muchos otros problemas que no sabía resolver, ni siquiera predecir. Como el del aquel día: a pesar de que ella estaba molesta con él por ignorarla durante tanto tiempo, se había asegurado de que él no lo notara, para no empeorar las cosas. Y seguía tratándolo como siempre, como si él fuera a contestarle a algo. Le propuso que salieran a dar una vuelta, que pasearan, y que hablaran. Él se desperezó y se incorporó. Carmen pensó que se estaba ablandando, que aquella pelea ya estaría tocando a su fin. Pero él cogió el teléfono, marcó y se lo puso en la oreja. “Oye, Rafa, ¿qué haces?... Yo, nada, aquí solo en casa, ¿echamos un partido con estos?”
Cuando Carmen estuvo frente a aquella psicóloga de nombre amable, las frases que repitió fueron “No sé ni qué hago aquí. Mi novio es muy bueno, me quiere más que a nada, pero a veces no nos entendemos”, “Ni siquiera se pueda decir que discutamos, no es nada agresivo” o aquella que siempre decía para justificar la preocupación de su interlocutor cuando hablaba acerca de los largos silencios de él: “no, no, yo es que no lo sé explicar, lo estoy contando todo mal, seguro, exagero mucho a veces. Usted es que no lo conoce, es un hombre bueno”.
La psicóloga le nombró la violencia de género y Carmen sólo pudo sentir culpa. Como si fuera una impostora, como si no mereciera siquiera que sugirieran que ella sufría violencia alguna. Como si su relato fuera una exageración, a pesar de que había callado las partes más duras. Como si se avergonzara por haber preocupado a aquella mujer sin justificación alguna.
¿Cómo el silencio podría ser violencia? ¿Dónde estaban sus marcas? ¿Dónde sus secuelas?
“¿Le tienes miedo? ¿Sufres? ¿Eres infeliz y su silencio te hace llorar?” Carmen asintió con la cabeza, pero aun así, ¿cómo podría ser el silencio violencia? Él era pacífico, jamás se metía en peleas, y rara vez le había levantado la voz.
“¿Te asustas cuando llega? ¿adaptas tus rutinas para que él no te ignore? ¿Te despiertas con pesadillas? ¿Sientes que eres aburrida, que no eres merecedora de alguien que te trate mejor”. Y Carmen asentía una y otra vez, a su pesar. Porque sí, todas aquellas cosas estaban pasando.
Carmen no quiso volver a la consulta. No quería escuchar de nuevo ninguna interpretación semejante. Sin embargo, aquella mujer había plantado en ella una semilla, y cada silencio que siguió a aquel día, cada invisibilización y cada humillación a la que fue sometida, sirvieron para que Carmen buscara más y más información. Para que en su mente aquella palabra, “violencia”, volviera cada vez con mas frecuencia. Hasta su relato cambió. Cuanto más sabía, cuanto más leía, más intolerante era al maltrato de su pareja, y con más fiereza relataba a sus amigas y a su compañera de trabajo la relación en la que se sentía atrapada.
Hasta que un día en el que sus días libres no coincidieron, Carmen cogió una maleta y la llenó con sus cosas. Lloraba porque seguía sintiendo que no merecía nada mejor. Porque seguía siendo infeliz. Porque ni siquiera sabía dónde viviría, más allá de unos días en casa de su compañera. Lloraba pero no paró ni un segundo, la semilla había agarrado fuerte, y sacar de su mundo el foco de su infelicidad era la única vía posible para que la vida siguiera valiendo la pena.
Y tanto que lo valió.