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El silencio

Juan Diego Botto

Estaba convencida de que ese silencio espantoso que moqueaba en el suelo, a la vista de todos, era suyo. Estaba segura de que sin darse cuenta, al toser, empujada por la costumbre y por el miedo, pulsada por ese maldito titular de prensa, el sucio y maloliente silencio había brotado de su cuerpo como un calambre, como una arcada. Y ahora yacía en las baldosas del bar.

La vergüenza le hizo rebuscar apresuradamente en los bolsillos y depositar tres monedas en la barra antes de salir corriendo. “Todo el mundo lo tiene”, se decía, “todo el mundo tiene su silencio guardado, mas o menos grande”.

Sí, pero el suyo había sido expuesto. Después de tantos años de mimar la represión y domar la dignidad, después de tantos años de callarse y tragar saliva...

Allí estaba su silencio.

Ella, que había sido citada como un ejemplo por su jefe de departamento en aquellos meses oscuros del ERE. Qué opaco orgullo sintió entonces, qué escurridiza sensación de pertenencia, qué reconocimiento al triunfo de la disciplina. Y ahora, después de tanto esfuerzo, de tanto domesticar el orgullo...

Mientras caminaba recordó los días de silencio frente a las aceras abarrotadas de colchones sin techo y familias al sol. Recordó los días de silencio frente a la lenta agonía de los hospitales públicos. Cómo olvidar ese silencio áspero en la garganta mientras llovían pupitres vacíos y sillas sin cuerpo en la universidad, aún recordaba cómo picó el silencio frente a Ángela, que no pudo pagar sus tasas y terminar Medicina. Ahora pensaba con qué entereza sostuvo su silencio cuando a pleno día entraban en su nómina aquellos señores para pagar su fiesta de “rescates” y “recortes”. Todo lo pudo, las pruebas mas duras. Y sin embargo ahora...

¿Por qué haber cedido así, de forma tan involuntaria, casi sin querer?

Según se acercaba al metro notó cómo el pudor dejaba paso a vértigo. Sintió sus cuerdas vocales vivas por primera vez en mucho tiempo. Notó la sangre correr por sus manos al apretar los puños, y apretó mas fuerte. Y ahí, del modo más inesperado, detenida ante la boca abierta del metro, gritó tan alto y tan fuerte como pudo. Y recién entonces, recién ahí, escuchó por primera vez el sonido de las otras voces, las muchas otras voces que gritaban.

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