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Tom Wolfe en tiempos de YouTube

Tom Wolfe.

Álvaro Llorca

A sus 34 años, Tom Wolfe escribió dos artículos incendiarios contra la totémica revista The New Yorker, que por aquel entonces celebraba su cuadragésimo aniversario. Dwight Macdonald fue uno de los intelectuales que se sintió atacado y respondió al joven periodista con otros dos artículos. En uno de ellos, conjeturaba que “Wolfe no sería leído con agrado, o leído a secas, dentro de unos años, quizás el año que viene”. Que ahora mismo estés leyendo un artículo sobre Tom Wolfe prueba lo equivocado que estaba MacDonald.

Y, personalmente, iría incluso más lejos: han pasado más de 50 años desde que se produjo esta polémica, que cuenta Marc Weingarten en La banda que escribía torcido, y leer a Tom Wolfe por primera vez sigue siendo un momento periodísticamente memorable. El primer libro suyo que cayó en mis manos fue Ponche de ácido lisérgico, que cuenta su convivencia con los grupos contraculturales estadounidenses que, en los años sesenta, se lanzaron a experimentar con las drogas y con la vida en general.

Fue toda una sacudida. Nunca antes me había enfrentado con un texto donde el estilo y el tema se fundieran de una manera tan escandalosa. Pensemos en términos contemporáneos: es como si un periodista, en vez de preguntar a un youtuber cuánto cobra, se metiera de lleno en su lenguaje y de repente habitara su mundo: “El mundo convencional jamás lo había entendido, jamás había comprendido ese poseer una esfera, un estatus propio, ese tan solo tener diecinueve, veinte, veintiún, veintidós años, y no tener que empezar a ascender por la escalera desde abajo, desde el desamparo, entre otras cosas porque… ¡al diablo incluso con la escalera…!”, escribe Wolfe en Ponche de ácido lisérgico. Esa predisposición de Wolfe a prestar sus oídos y su pluma escandalosa a jóvenes sin mucha representación pública debería inspirar siempre a los periodistas.

En ese mismo libro, Wolfe describe la cobertura periodística que se hizo en la última noche de Perry Lane, una comunidad de intelectuales condenada a desaparecer después de que la comprara un promotor inmobiliario. En vez de un desfile de reflexiones sesudas y altisonantes, los periodistas se encontraron con que algunos de los presentes sacaron un piano de una casa, se liaron a hachazos contra él y luego le prendieron fuego. Sin embargo, cuenta Wolfe, los periodistas “se las arreglaron para volver a la redacción con la misma historia con la que habían salido”. El planteamiento de Wolfe es, pues, una rebelión contra la creencia, tan extendida entre los periodistas, de que nos las sabemos todas.

Pero claro, el lenguaje tradicional no servía para representar estos mundos nuevos, por lo que Wolfe también experimentó en el campo de las palabras, sembrando sus textos con onomatopeyas imposibles y conceptos que se sacaba de la chistera. O, quizás, en este caso, habría que hablar de un sombrero blanco panamá. LOL. Wolfe llegó a escribir párrafos como este: “Pero por la noche, la falange custodia, la policía Miesia, entraba con órdenes estrictas y derribaba aquellas patéticas barricadas erguidas contra la imagen pura de los dioses blancos y el Príncipe de Plata”. Sí, es normal que no hayas entendido nada. Pero leyendo las 200 páginas previas de La palabra pintada & ¿Quién teme al Bauhaus feroz? ese párrafo se entiende sin ninguna dificultad. Es una muestra de cómo Wolfe llega a erigir un mundo propio en sus textos.

La polémica por sus artículos contra The New Yorker es una muestra de la irreverencia y de las pocas contemplaciones con las que se andaba Tom Wolfe, que posiblemente llevó al extremo en La palabra pintada & ¿Quién teme al Bauhaus feroz?, donde se convierte en azote de egos y saca los colores a los ideólogos de la pintura y la arquitectura en Estados Unidos. Y lo hace con un conocimiento asombroso, trayéndonos una nueva enseñanza periodística: no basta con ser gracioso, hay que conocer aquello de lo que se habla.

Ya que este artículo está quedando lleno de citas ilustrativas, aportaré una más: “Comparado con sus dos libros principales, La Galaxia Gutenberg (1962) y Comprender los medios de comunicación (1964), The Mechanical Bride es embarazosamente moralista. Está escrito con la tendencia convencional, antiindustrial siglo XIX, del literato, término que McLuhan asociaría más tarde con la peor especie intelectual retrógrado y obtuso”. Es decir, antes de escribir sobre algo, como demuestra este fragmento de su perfil sobre McLuhan, se informaba a conciencia.

Habrá a quien su irreverencia le parezca histriónica -es posible que lo sea-, a quien su lenguaje le suene chirriante -sin duda, lo es-, a quien su periodismo le parezca poco formal -por dios, ¡esa es la gracia!-. Es probable que, en su última época, se convirtiera en una fotocopia mala de sí mismo, como comentaba Kiko Amat en una crítica a una de sus últimas novelas. Además, personalmente, desconozco si en su currículo hay algún invent periodístico célebre o algún exceso censurable en el plano humano. Pero, sin ninguna duda, tenemos que dar gracias a Tom Wolfe -y a su camarilla del Nuevo Periodismo, sobre la que tanto se estará escribiendo ahora mismo- por, como escribió Marc Weingarten, “contarnos historias sobre nosotros mismos de un modo hasta entonces inaudito”. También por haber encontrado la manera de fundirse con los cambios de su sociedad. Y, sobre todo, por haber sido tremendamente divertido.

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