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Traficar con armas y con democracia

El Rey emérito, Don Juan Carlos de Borbón
18 de julio de 2021 21:57 h

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Cuando de monarcas se trata, el escándalo siempre puede ser mayor de lo que se ha llegado a saber, suele serlo. De Juan Carlos de Borbón nos escandalizaba que se hubiera llevado esos pellizcos o mordidas a los que en los círculos del poder económico se refieren con el eufemismo de comisión. Nos escandalizaba que el rey fuera un alto comisionista, y no aquel abnegado, aunque campechano, jefe del Estado que se sacrificaba por su pueblo una barbaridad. Luego nos enteramos de que, habiendo venido sin nada al trono que Franco le reservó, había amasado una descomunal fortuna. Creíamos que tal ahorro había sido posible pellizco a pellizco, comisión a comisión, pero ahora nos hemos enterado de que, además, ahorró como una hormiguita Bala: los beneficios del presunto tráfico de armas, vinculado, ni más ni menos, que a aquel Khashoggi que brindaba sin fin en Marbella mientras alguna de sus bombas hacía pedazos para siempre la vida en cualquier otro lugar.

No es que sea una sorpresa que el rey emérito invirtiera en el tan noble negocio del tráfico de armas, que fuera de la muerte un emprendedor como otros son sus novios. Lo que llama la atención es que se haya publicado tan indigna información y no haya ardido Troya (todo ardor, en sentido figurado, claro está, que luego nos llaman dinamiteras, aunque la auténtica dinamita sea la suya). Todo partido político, sin excepción, de cualquier Estado democráticamente sano habría salido a la palestra a exigir la investigación de semejante ofensa hacia una Constitución que sirvió a Juan Carlos I, rey de España, de aval para perpetrar no ya el abuso sino el más perverso de ellos, el más inmoral: el de sacar tajada de guerras y conflictos armados mientras vendes la moto (de gran cilindrada, como corresponde al nivel) de que eres el guardián de las esencias de la paz transicional. Sabíamos que el emérito era un bribón, ni siquiera nos sorprende que sus bribonadas lleguen tan lejos, pero que a estas alturas siga sin abrirse una comisión de investigación en el Congreso de los Diputados, solo rebaja nuestro nivel como Estado súbdito.

En lo que va de legislatura, son ya 13 las peticiones de comisión de investigación sobre Juan Carlos de Borbón que no han podido prosperar a causa del sistemático rechazo de PSOE, PP y Vox. Los recientes cambios en el Gobierno debieran servir para que ese bloqueo no siga produciéndose. Hay ministros y ministras decentes y valientes. Y hay una necesidad histórica de transparencia y justicia sobre las, demasiadas, actividades ilícitas de la Corona que encarnó ese Borbón (por dejar a un lado la, en sí misma, injusta esencia de aquella, esta o cualquier corona). Resulta políticamente desolador que un gobierno justo no se ponga a la cabeza de la exigencia de esas responsabilidades. ¿Por qué han de ser ERC, Bildu, Junts, PDeCAT, la CUP, Más País-Equo, Compromís, BNG y Nueva Canarias quienes asuman el peso de una gravedad que puede implicar, como cómplices en la venta ilegal de armas, a empresas públicas como, entre otras, el Instituto Nacional de Industria o Fomento del Comercio Exterior, a través de su participación en la sociedad Alkantara Iberian Exports, presidida por Manuel Prado y Colón de Carvajal, íntimo amigo y socio del entonces rey? ¿Por qué Unidas Podemos no está en esa lista?

La respuesta es que investigar por estas razones al padre de Felipe VI significa investigar sus cuentas en paraísos fiscales, investigar el origen de toda su fortuna e incluso imputarle por blanqueo de capitales. Y esa respuesta lleva a otra. Una respuesta que es una consigna: hay que proteger al actual rey, Felipe VI. Resulta inadmisible cuando sobre la mesa está la presunción de esta clase de delitos, pero solo así puede entenderse el silencio de al menos parte del Gobierno, la parte republicana (aunque cada monárquico debiera ser el primero en querer aclarar esta mancha que ya no es solo de petróleo). De hecho, la opacidad que conlleva esa consigna no hace sino sugerir otras muchas preguntas, la mayoría retóricas: ¿qué sabe Felipe VI de estos negocios de su padre?, ¿llegó a beneficiarse directamente de ellos? Son preguntas cuyas respuestas, el pueblo, soberano, tiene derecho a conocer. Hurtarnos esas respuestas es traficar con nuestra soberanía ciudadana, traficar con nuestra soberanía democrática. Y tender un indigno silencio sobre un atroz asunto de Estado: el tráfico de armas.

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